Hace poco leí sobre el Programa Nacional contra el Racismo y la Discriminación racial en Cuba, enfocado en admitir el racismo cultural, dado por vestigios, prejuicios y “raíces psicológicas” de las y los cubanos (cuestión tremendamente importante de reconocer y en la que trabajar, y que al fin llega a nuestras pantallas y diarios), pero con un discurso triunfalista acerca de la eliminación del racismo estructural. Aplaudo grandemente que el programa trabaje sobre el racismo cultural, como le llamaron, pero me queda la amarga insatisfacción de que no hayan taladrado más profundo en el problema racial crítico y autocrítico (como voceros de lo institucional) que al día de hoy vive la isla.

Hace poco también vi un video de dos niños, en algún barrio de La Habana, desafiándose entre ellos para ver si el más pequeño en estatura tenía la valentía de “pinchar” al otro (no se ve con claridad si era un punzón, una cuchilla, un trozo de vidrio). Se me estrujaba el alma mientras leía sus caras, sus gestos, la postura de sus cuerpos, la inocencia rota. Fue una especie de deja vu. Ya los había visto, en las caras y en los miedos de otros niños, hace años, cuando trabajaba en escuelas de conducta y en hogares de niñes sin amparo filial.

Sin embargo, no he dicho algo relevante: los niños del video que me trajo a colación tantas memorias tristes son negros, marginados, quizás también con seguimiento de las mal llamadas escuelas de conducta. Y aquellos niños de mis memorias, con los cuales viví varios episodios similares y peores, también eran, con marcada asimetría, mayoritariamente negros.

Atendí por años dos escuelas de conducta y dos hogares de niñes sin amparo. De las escuelas, una era de grado 1, quiere decir que eran menores de hasta 7 u 8 años de edad, que habían sido extraídos del sistema regular de enseñanza, más que por el comportamiento “problemático”, por “retraso” en el aprendizaje (oficialmente denominadas escuelas especiales de retraso mental); la otra era de grado 2, con régimen de internado, su matrícula la componían menores desde los 7 a los 12 años que presentaran “conductas disociales o manifestaciones antisociales que no lleguen a constituir índices significativos de desviación y peligrosidad social, o que incurren en hechos antisociales que no muestren gran peligrosidad social en la conducta, tales como determinados daños intencionales o por imprudencia, algunas apropiaciones de objetos, maltratos de obras o lesiones que no tengan mayor entidad y escándalo público”[2], y este actuar debía manifestarse en las tres áreas sociales de un menor: la escuela, la zona de residencia y el hogar. En ambas instituciones la mayor parte de la matrícula era negra.

La primera vez que fui a la escuela de grado 2, mientras la directora me mostraba las instalaciones, al llegar al comedor, me recibió un cubazo de agua sucia. Esa fue la bienvenida, una empapada de los desperdicios de la escuela. El día que fui por última vez, uno de los niños pequeños estaba ingresado en un hospital con peligro para la vida debido a un altercado anterior donde él salió “triunfante”, y no se lo perdonaron ni los grandes, ni los padres de los grandes, quienes dieron dinero para aleccionar al victorioso con una venganza final. Esa fue mi despedida, dejar en peor estatus legal y humano a “mis” niños. Y así era la dinámica de la escuela.

Visité sus casas, conocí a sus familias, vi los barrios, las condiciones, la negritud de la pobreza de La Habana. Pero ninguna historia se cuenta por sí sola, tiene siglos de racismo, explotación y discriminación que la condicionan. Cierta vez que le conté algunas anécdotas a una amiga, e hice hincapié en la racialización de los niños, me preguntó asombrada que si entonces lxs negrxs eran ciertamente más violentos, más predispuestos a delinquir.

Desde los privilegios y los prejuicios que nos estereotipan pocas veces se entiende el racismo. La respuesta absoluta a mi amiga es NO. Sucede que en Cuba también persiste el racismo estructural, entendido como la naturalización y la normalización de prácticas sociales e institucionales que contribuyen a la consolidación de estereotipos raciales en detrimento de la dignidad de un grupo social dado por su raza, en este caso, de las personas negras. El comportamiento discriminatorio por motivo de la identidad racial en las instituciones del estado tiene lugar a partir de un racismo también estructural y social de quienes elaboran y aplican las leyes, las políticas públicas, por quienes velan por su cumplimiento, o simplemente por quienes niegan la ocurrencia de ese racismo estructural y por lo tanto omiten la articulación de políticas públicas que lo contrarresten. Y este racismo estructural se consolida mediante un largo proceso acumulativo de estas prácticas racistas, de estas nociones racistas, terminando por afectar a un grupo social en favor de otro de manera naturalizada. El segregacionismo racial podrá estar prohibido legalmente, pero en la práxis jurídica e institucional son las personas negras las relegadas, las segregacionadas hacia las postrimerías de la ley y la sociedad, eso es racismo estructural.

Y así como lo pensó mi amiga, lo puede pensar ese sector privilegiado creador de las fuentes de derecho en Cuba.

La revolución no ha podido equidistar los puntos de partida que históricamente han sido asimétricos. La mayoría de las personas negras se quedaron instaladas en sus lugares de origen, reproduciendo las mismas dinámicas donde resultan siendo los marginados, los desechados, los nadie. Los menores llegan a las escuelas de conducta después de ser evaluados por el Centro de Diagnóstico y Orientación (que no siempre funcionaba de manera tan multidisciplinaria ni objetiva) en las tres áreas que mencioné: escuela, barrio y casa. Las personas negras, en desventajas históricas, tenían las de perder. Las personas blancas o blanqueadas tenían el beneficio de la duda, la segunda oportunidad, porque en alguna de las tres variables saltaba un privilegio.

De los dos hogares, uno era para menores desde cero años de vida hasta los 5, totalmente mixto, en todo, sexo/género, edades, causas de desamparo. Pero el otro hogar era muy particular, abrigaba a menores que tenían a sus padres y madres presas, fundamentalmente por atentar contra la vida y la integridad de ellos mismos. También su aprendizaje era diferente, sus vidas enteras eran diferentes. Solo vivían 8 niños allí, todos varones, todos negros, uno con la identidad oculta.

Es totalmente cierto que a partir de 1959 la derogación legal del segregacionismo fue un duro golpe al racismo estructural, pero no fue suficiente. Faltaron políticas públicas que contundentemente nos acercaran las oportunidades a todes convirtiéndolas en realidades nuevas e imperecederas. No tuvimos una constancia en la elaboración de políticas públicas de vivienda, de empleo, de cuotas (no solo para la dirección política y administrativa del país), de cuidados, de salubridad, de tierra, entre tantas otras. La materialización de leyes que favorezcan políticas antirracistas hará que las escuelas de conducta, las prisiones, los hogares para niños sin amparo filial pero de condiciones especiales, los barrios marginados, insalubres, no tengan un color predominante, el color negro de nuestras pieles.

Es a partir de lo narrado, como forma ejemplificante y de análisis, que quiero sostener que el problema del racismo no se puede abordar ni tratar como vestigio cultural ni, mucho menos, como “raíces psicológicas”. Es un fenómeno estructural, histórico y sistémico.

La participación de las personas negras en la toma de decisiones sobre estos temas, los debates raciales en las comunidades, el acercamiento de las autoridades a los barrios pobres de Cuba y el diálogo con las organizaciones y activistas antirracistas para la elaboración de esas futuras normativas y regulaciones, como una Ley contra la Discriminación, que puedan contribuir a la erradicación del racismo estructural al menos, es imprescindible.

Tomado de Lo personal es político.

Foto: nappy.

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