Nací y fui criada en medio de rezos, bendiciones y peregrinaciones del Padre Cícero, Nuestra Señora de Candelaria (en el sincretismo brasileño) y del Perpetuo Socorro, pesebres, fiesta de los Reyes Magos, plenitud de la fe, imágenes de orishas, oraciones de mi mamita para Nuestra Señora de la Concepción, fósiles, artistas populares, artistas callejeros, renovaciones de santo en casa, del lugar de la tierra árida conocido como sertão brasileiro, donde no llovía y en donde mis parientes/as y conocidos/as perdieron sus cosechas y no sabían qué esfuerzos y gestiones realizar para colocar suficiente comida en la mesa. Nací y fui criada entre los recuerdos de la estancia del Beato José Lourenço en Ceará contados por mi abuela materna, del milagro de la Beata María de Araújo, una mujer negra-indígena remanente del sertão brasileiro.

En el tránsito por mi adolescencia peregriné a la capital para “ganarme la vida” intentando acceder al conocimiento científico, que en mi realidad era una oportunidad para, quizás, en un futuro tener derecho a una vida material más abundante, algo que a mis ancestros no les fue proporcionado. El conocimiento científico representó mucho más que ascender socialmente.

Representó, en primer lugar, justicia ancestral para mí y para mi pueblo, para la familia y, en consecuencia, para la región de Cariri Ceará, de donde vengo. Representó justicia cognitiva, pues yo no conseguiría adentrarme en ese universo científico sin la influencia de todo ese impulso ancestral, fundamental para mi propia trayectoria, e iniciador de la propuesta de pensar-vivir epistemes contra-coloniales, retomando aquí una declaración de Nêgo Bispo.

Sin embargo, ingresar al lugar de producción de conocimiento y de política del conocimiento no es fácil y muestra la compleja permanencia en ese espacio de personas que proceden de vivencias populares como las mías (fui prácticamente una de las primeras de la familia que tuvo la oportunidad de estudiar en una universidad pública). Y eso es también lo que cuestiono en este texto: quién determinó qué conocimiento está más autorizado para producir verdades, quién produce conocimiento científico, cómo este se produce, apuntando a qué y dirigido a quién.

Por más de un año estuve reflexionando sobre los motivos que me llevarían a desear volver a investigar y estudiar en el contexto de la Universidad y en el nivel de Doctorado. La licenciatura en Derecho (2006-2010) y la maestría en Relaciones Internacionales (2012-2014), cursadas en tiempos medio remendados en la Universidad Estatal de Paraíba (UEPB), me hicieron percibir que tanto conocimiento acumulado y materializado en títulos estaba pidiendo ser canalizado de otra manera, que no fuera solamente como parte de la investigación. Estaba cansada de la vieja-nueva lógica de la productividad académica, en la que unos sujetos escriben y publican para los mismos sujetos en sus mismos círculos (el empleo del género masculino es intencional en este caso).

Pensar en popularizar el conocimiento científico y cambiar esta lógica de que sean los mismos productores de conocimiento, sigue siendo una batalla diaria para quienes desean que la Universidad se vista de pueblos y sea construida por y para esos pueblos. Y la misión se vuelve aún más compleja cuando identificamos quiénes son esos pueblos, sus rostros, de dónde vienen, sus géneros, sus experiencias de vida, saberes, clase, raza, qué lugar ocupan en la estructura de producción de conocimiento, en la geopolítica global del conocimiento. Estos pueblos son mujeres y hombres negros y amerindios ubicados en el interior del Nordeste brasileño, de la Améfrica Ladina, de la que formo parte.

Pero la toma de conciencia sobre tornarme una mujer negra llegó después de los 30 años, a pesar de que toda mi experiencia de vida me apuntase que la racialidad y la negritud estaban conmigo, tanto en mi cuerpo como en mis afectos, en mi subjetividad y en el trato discriminatorio de los otros hacia mí. Fue ante la hostilidad colonial-patriarcal personificada en la experiencia de la injuria racial como profesora universitaria que fui sacudida por la cuestión de la racialidad. Cuando me di cuenta, estaba en la policía denunciando el racismo maquillado de chiste. Pese a que permanecí bastante tiempo sin conseguir nombrar bien la experiencia subjetiva y abrazar ese proceso de tornarme negra, hoy entiendo que la demora para alcanzar esa denominación está directamente vinculada al proceso de mestizaje como política de supresión de pueblos africanos e indígenas en Brasil, y el consecuente deseo de enblanquecimiento de la sociedad mediante la construcción del mito de la democracia racial brasileña por parte de la élite, hija de la Metrópolis. Esta es una gran mentira que sigue violentando a quienes llevamos en nuestros cuerpos y subjetividades las huellas y los linajes de esos pueblos que intentaron borrar.

Parafraseo a Mano Brown, el famoso rapero brasileño, que creció escuchando de su madre que era “pardo”, “más clarito”, “iba a sufrir menos”, y quien pensó que era blanco hasta enfrentarse al espejo, pero que en ciertas ocasiones siempre regresaba a ese no-lugar que implica ser ese sujeto “mestizo”. “Cuando yo estaba entre los blancos ellos sabían que yo no era blanco, sabían muy bien que yo no era blanco”, dijo Mano Brown en una entrevista con Drauzio Varela a comienzos del año 2020.

La violencia y el silencio mortíferos que la política del mestizaje ha producido en nuestras subjetividades son aprisionadores, son mortíferos, reitero. El proceso de reconocer la negritud que nos habita, sobre todo cuando venimos de familias interraciales como es mi caso, requiere mucho trabajo y compromiso individual principalmente. Con el tiempo te vas dando cuenta de que salir del silenciamiento racial, que es un constructo del mito de la democracia racial y de siglos de colonización, significa liberarte un poco más de las garras de la supremacía blanca que ha estado intentando colonizar completamente a los pueblos originarios y africanos en el continente latinoamericano. Y los motivos de lentitud para nombrar tales procesos son los efectos de las colonialidades en nuestro ser. Cuando tú, persona entendida como “mestiza”, estás en espacios blancos y de la blanquitud, aunque sea inconscientemente sabes que no cabes en aquel lugar, o puedes caber, pero ese lugar es una prisión y no te permite respirar y vivir plenamente de acuerdo con lo que eres física, subjetiva, espiritual y ancestralmente.

Y retomo aquí el acceso al conocimiento crítico, como el encuentro con el pensamiento de Paulo Freire, que tuve dentro de la Universidad desde los tiempos de la graduación, y que me ayudó significativamente a resistir dentro de ese espacio que es aún, infelizmente, muy colonial, blanco y patriarcal. Sin embargo, fue a través de ese medio que conocí lecturas, personas, tuve varios encuentros que me ayudaron a retornar a mi ser, a estudiarme, reconocerme y, como consecuencia, a ennegrecerme y descolonizarme. Me he referido al proceso de descolonización de nuestras sociedades en Abya Yala o Améfrica Ladina como un proceso doble y relacional, entrecruzado: si nosotres no descolonizamos nuestras subjetividades, si no nos miramos internamente, si no nos nombramos, nos curamos, nos amamos mientras producimos el conocimiento en la Universidad, es muy probable que reproduzcamos la ética y el modo de vida del colonizador a través de nuestras investigaciones y actividades.

El proceso requiere coraje, convencernos de que nuestros pasos son comunitarios y ancestrales y que solo por eso la fuerza ya es inmensa: adentrarse en esta experiencia y permitir que el camino sea transitado bajo la protección de quien nos guía y guarda en esa gran guerra colonial que aún perdura. Protegides con las vestiduras y las armas de Ogún y de los guerreros y las guerreras de los bosques, de los montes, de los Andes y de los sertões. La victoria contra-colonial ya es un hecho.

Traducción: Yarlenis Mestre Malfrán

Revisión de traducción: Dr. Yoanky Cordero Gómez

Foto: Tomada del perfil de FB de Nayara Monteiro

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