El uso de turbantes, prenda de vestir de larga y multicultural historia, usualmente asociada a la elegancia, la dignidad, la autoridad y el autocuidado fue centro, en 2020, de una inusitada polémica en la comunidad digital cubana.

La chispa que encendió el debate fue el “reto” lanzado por una joven diplomática, embajadora de la Isla ante la República del Senegal, para vestir un turbante el 25 de mayo, en homenaje al Día Mundial de África.[1]

Al analizar el suceso y sus impactos, varias intelectuales cubanas consideraron que el desbalance entre el tono festivo del challenge y el silencio de los medios sobre el uso político del turbante en las culturas africanas y afrodescendientes, convirtió la conmemoración en un espectáculo superficial y folklorizante.[2]

Tangencialmente, la agencia estatal de noticias mostró receptividad a la crítica, al abordar el asunto el propio día de la celebración.[3]

En las colonias americanas, la policromía y versatilidad del turbante subvirtió la rusticidad del pañuelo reglamentado en la esquifación. Vistiéndolo, las mujeres africanas y y afrodescendientes no solo se sintieron más hermosas, sino también más dignas.

Su utilidad para ocultar objetos valiosos, armas pequeñas o mensajes comprometedores, le confirió, además, valor político. Tales antecedentes motivaron que, al calor del debate, se denunciara la “apropiación cultural” ejercida por personas blancas que visten turbantes, peinan drealocks, o se exotizan a sí mismas sumando a su apariencia vestuarios y abalorios africanos que consideran cool.

La apropiación cultural resulta, sin embargo, un mecanismo de reproducción civilizatoria. Para garantizar sus condiciones de existencia y su reproducción social, las comunidades y grupos humanos reelaboran producciones materiales y espirituales de otras culturas, siempre que resulten adecuadas –o adecuables– a sus necesidades.

Diversas y muchas veces encontradas nociones como transculturación, heterogeneidad, hibridez y creolidad se centran en argumentar esos procesos. De ahí que el empleo despolitizado y efímero de atributos que emblematizan la resistencia de culturas no hegemónicas deba considerarse, sobre todo, un acto de expropiación simbólica.

Que esta prenda de vestir, pletórica de significaciones para las culturas árabe, persa y africana, sea convertida en moda por la cultura eurooccidental no resulta un hecho inédito. En el siglo xx formó parte de la imagen de íconos cinematográficos como Greta Garbo, Marlene Dietrich y Sophia Loren.

En Cuba, por su parte, el turbante fue puesto en valor desde la escena por artistas afrodescendientes que lo lucieron con garbo y orgullo. Baste recordar a Rita Montaner, Merceditas Valdés, Celeste Mendoza, Celia Cruz, Omara Portuondo y, más recientemente, a Daymé Arocena, una de las más potentes y versátiles voces de la cancionística cubana actual.

Las discusiones de mayo fueron continuadas, dos meses después, por las críticas a la feminización y racialización de los “coleros”, emblemático personaje de la picaresca insular que reverdeció en medio de las carencias acentuadas por la expansión mundial de la Covid-19. Al remarcar una representación social de las personas negras que las tipifica como “pobres, rústicas y marginales, aunque ‘luchadoras’”, la inoportuna caricatura de Laz,[4] descendiente de africanos y reconocido artista gráfico de Juventud Rebelde, mostró la lozanía y alto grado de internalización de estereotipos coloniales en la sociedad cubana de hoy.

Las disputas sobre la cuestión racial cubana no transcurren, por supuesto, en una urna de cristal. Con frecuencia, otras problemáticas les sirven como fondo, conexión o pórtico, entre ellas: los cursos y las derivas de la reforma económica, cuyos umbrales de competitividad resultan inalcanzables para una cifra indeterminada de mujeres, afrodescendientes, ancianos, pobladores rurales y gente empobrecida; los derechos humanos y la potestad de su ejercicio, sin más cortapisas que el derecho ajeno; el futuro de Cuba y el derecho de los cubanos (de la Isla y su diáspora) a soñarlo y construirlo; y la cada vez más pequeña, interconectada y frágil geografía poblada por la especie humana.

Son temas que, tanto en redes sociales como en encuentros presenciales, incorporan preocupaciones, inconformidades y angustias relativas al funcionamiento de las relaciones interraciales.

La emergencia de los turbantes y las “coleras” en el debate social cubano es signo de la agudización del juicio crítico de la sociedad y de su justa percepción sobre el impacto del universo simbólico en la naturalización y reproducción de relaciones sociales racializadas. Trascendido el período de inhibición social frente a un tema antes considerado tabú, las percepciones colectivas sobre el racismo se nutren de las demandas, reflexiones e iniciativas de un campo político cada vez más diverso.

Para expresar su complejidad, el escritor y activista Alberto Abreu Arcia la describe como una geografía desterritorializada en la que coexisten: un activismo de izquierdas, que reconoce los logros de la Revolución en materia de igualdad racial, pero los juzga insuficientes y ejerce la crítica de sus déficits; la disidencia ideopolítica –con diferentes grados de exigencia de reformas del sistema sociopolítico, incluida la restauración capitalista–; y un amplio abanico de actores y voces de la diáspora, la esfera pública, la blogosfera y demás redes sociales.[5]

Caracterizados por la presencia significativa, en sus membresías y liderazgos, de egresados de nivel superior, mujeres, jóvenes y personas LGBTQIA+, las más recientes iniciativas y agrupamientos ciudadanos de vocación antirracista muestran una marcada orientación al trabajo comunitario en barriadas populares; apelan en mayor medida a los liderazgos colectivos, desplazando los personalismos y el verticalismo funcional; ensayan estrategias realistas para garantizar su sostenibilidad; trabajan como redes de colaboradores, no como comunidades cerradas; utilizan las TICs de forma intensiva; y son propensos al diálogo con propuestas ciudadanas de otros perfiles u objetivos.

Con frecuencia, la realización de acciones concretas en los espacios comunitarios, religiosos y culturales en que los activistas ostentan influencia, se sobrepone a la denuncia catártica del racismo, así como a la crítica de las estructuras de poder por su inacción o pobre emprendimiento, lo  cual marca diferencias con el comportamiento político de antaño.

La reestructuración de contenidos y el cambio de tono de no pocos discursos, así como la proliferación de iniciativas aparentemente light, que revalorizan la afroestética y el autocuidado, son apreciados por algunos de los activistas más experimentados como síntomas de despolitización, mercantilismo y desmovilización. Sin embargo, valdría la pena preguntarse si estas mutaciones implican una renuncia a exigir al Estado la faena que le corresponde, o si asistimos a la expansión de otras expresiones de acción política.

La cultura política cubana ha sido abonada por una vocación independentista y antiautoritaria; luchas sociales de notable protagonismo popular; contradicciones ideológicas, políticas y culturales con un vecino poderoso –cuyas innovaciones y creatividad generan, simultáneamente, mucha admiración–; y constante enfrentamiento a la adversidad.

La crisis económica de los 1990 y la reforma subsecuente, así como el incremento de los efectos negativos del prolongado bloqueo de los Estados Unidos contra Cuba, trastocaron el austero pero estable estilo de vida practicado entre 1959 y 1989, dotando a la cultura política de nuevas texturas, tensiones y fuentes de resistencia.

En el contexto sociopolítico delineado por un nuevo modelo de desarrollo económico, enunciado en 2011 por el VI Congreso del Partido y reafirmado por el siguiente cónclave, seis años después, esas texturas, tensiones y energías se expresan de distinta manera, confrontando, en medida creciente, el victimismo y la “cultura de la espera”.

El debate, promovido desde la academia y el activismo social y propulsado por las políticas de identidad de una activa minoría afrodescendiente, ha producido, al cabo de dos décadas, un efecto acumulativo cuyo principal resultado es el reconocimiento explícito del Estado cubano y sus instituciones de la existencia del rascimo, y el diseño, por primera vez en la historia del país, de un mecanismo de promoción de la igualdad racial: el Programa nacional contra el racismo y la discriminación racial, que ha de coordinar y controlar una comisión presidencial.[6]

Con su instauración, mediante un acuerdo del Consejo de Ministros, Cuba se suma al concierto de naciones latinoamericanas que implementan políticas diferenciadas para luchar contra el racismo desde el poder del Estado.

Colombia y Ecuador fueron pioneros en la implementación de políticas raciales con la promulgación, respectivamente, de la Ley 70 (1993) y el decreto fundador de la Corporación de Desarrollo Afroecuatoriano, CODAE (1998). Argentina y México organizaron instancias administrativas con similares objetivos en 1995 y 2003 respectivamente, si bien priorizan la temática afrodescendiente desde fecha relativamente reciente.

Con posterioridad a la Conferencia de Durban, Brasil dictó la Ley 10.678 de 2003,  que dio vida a la Secretaría Especial de Políticas de Promoción de la Igualdad Racial, SEPPIR; mientras que en Venezuela, un decreto de igual rango estableció la Comisión Presidencial para la Prevención y Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (2005).

En 2004 y 2010, Uruguay y Honduras instituyeron sus respectivos mecanismos estatales de enfrentamiento a la discriminación racial. Otros cinco países lo hicieron durante la primera mitad del Decenio Internacional de los Afrodescencientes. Ellos son: Costa Rica, Ecuador, Perú (2015); Panamá (2016), y Cuba (2019).[7]

Para algunos, el programa estatal cubano surge tardíamente. A mi modo de ver, la prolongada ausencia de mecanismos específicos para ampliar y consolidar los espacios de igualdad racial en la Isla debe mucho al poder aglutinante de la cubanidad como constructo identitario y a la reticencia social negadora del racismo que –por razones históricas, harto conocidas–, es rasgo distintivo de la psicología social latinoamericana.

Esa actitud social ha sido reforzada por las recompensas materiales y espirituales que proveen los elevados niveles de justicia social y equidad racial de Cuba, inalcanzables, hasta ahora, para el resto de las naciones latinoamericanas. Debido a tales antecedentes, la forja del consenso en torno a tan trascendente problemática semeja una larga pendiente, en la que el andar se hace más lento y difícil en la medida que se asciende.

La presentación en el espacio televisivo Mesa Redonda de tres miembros de la comisión presidencial, el 10 de marzo de 2020, clarificó el consenso del gobierno, la academia y el activismo social sobre la existencia de relevantes problemas, entre ellos: prolongado silencio social, desde 1962 hasta 1998, acerca de la sobrevivencia del racismo y la discriminación racial; incidencia de los prejuicios raciales en el acceso a y la movilidad en los segmentos más promisorios del mercado laboral; rudimentaria comprensión del problema en las instituciones educativas y falta de preparación de los maestros para afrontarlo; así como insuficiente contribución de los medios de comunicación al desarrollo de una conciencia antirracista en la población.[8]

De manera insistente, los científicos y activistas han señalado las dificultades que mantienen o incrementan las brechas de equidad asociadas al color de la piel.[9]

Entre aquellas que resultan menos referenciadas, comentadas o explicadas por comunicadores y analistas pueden citarse: aumento de la proporción de dirigentes blancos, según se asciende en la jerarquía de los cargos; sobrerrepresentación de negros y mestizos en la franja de pobreza, en los grupos de menores ingresos y peores condiciones habitacionales; subrepresentación de negros y mestizos en la culminación de estudios superiores; y subvaloración, en la enseñanza y difusión de la historia nacional, de los aportes realizados por los afrodescendientes. Sin embargo, al referise al racismo y sus manifestaciones, el discurso oficial emplea los vocablos “rezago” y “vestigio”.

La índole estructural del racismo y su expresión en las dimensiones económica, epistemológica, institucional, cultural, psicológica y simbólica, ha sido consistentemente verificada en las sociedades de nuestros días, con los acentos, atenuaciones y matices que en cada caso introducen las particularidades históricas.

Fundamentar su naturaleza constituye uno de los logros más relevantes de los movimientos sociales y los sectores progresivos de la academia en la era post-Durban, de modo que el posicionamiento oficial revela una discrepancia de fondo entre los principales interlocutores del debate racial en Cuba.

Organismos internacionales no adscritos a modelos de análisis marxistas, ni distinguidos por un discurso radical, como la CEPAL, reconocen que “se ha abandonado la idea de que las desigualdades raciales son fruto exclusivamente de acciones individuales (prejuicios y discriminaciones) y ha ganado mayor destaque el racismo institucional”.[10]

Los expertos de este organismo regional recurren a la noción de “cultura del privilegio”, para explicar que “las desigualdades y la discriminación basadas en la condición étnico-racial no son solo reminiscencias del pasado colonial y esclavista, sino mecanismos contemporáneos que se reproducen a sí mismos y producen nuevos mecanismos a través de los cuales las personas discriminadas se mantienen en una situación de exclusión y subordinación y se da la reproducción intergeneracional de dicha situación”.[11]

Identificar una “construcción cultural”, más o menos sofisticada, como causa principal de la sobrevivencia del racismo en Cuba, contradice las líneas gruesas del dictamen que sustenta las acciones del programa nacional anunciado:

“En el diagnóstico se ponen en evidencia desventajas históricamente acumuladas asociadas al color de la piel: los puntos de partida para la realización de sus proyectos de vida, por las personas negras o pardas han sido distintos y distantes, en la inmensa mayoría, de las de piel blanca. De tales desventajas se derivan asimetrías económicas y sociales, y vulnerabilidades medibles y perceptibles en la realidad cubana actual”.[12]

La dicotomía entre el enunciamiento del problema y su caracterización coloca a Cuba  –el país que más lejos ha llegado en la transformación existencial de su población afrodescendiente–, a la zaga de las concepciones fraguadas en organismos regionales que el país integra, de los resultados de sus científicos sociales y de la experiencia vital de buena parte de sus ciudadanos.

No es mi propósito restar importancia a la dimensión cultural de un problema a cuyo conocimiento contribuyen los estudios de científicos y humanistas; las interpretaciones de artistas y escritores; las reflexiones de los ciudadanos ante ocasionales pero muy ofensivos comportamientos y mensajes institucionales; y las denuncias de los activistas sobre las microagresiones[13] que articulan el difuso “racismo cotidiano” de la Isla.

No obstante, resulta pertinente reiterar que lo estructural integra las dimensiones material y espiritual de la experiencia humana. Las diferencias generadas por la distribución asimétrica de riquezas, recursos y capacidades –culturalmente codificadas en torno a la clase social, el género, el color de la piel y el origen territorial– ofrecen coartadas a ideologías retardatarias, articulando procesos de larga duración que naturalizan y reproducen, adaptativamente, los preceptos y las prácticas racistas.

El racismo se nutre de una realidad material a la cual legitima socialmente, con discursos polifónicos que apelan al lenguaje científico, político, literario, artístico, o a la presunta sabiduría de la tradición oral. Aplicar un enfoque culturalista al examen de esta problemática, enmarcarla en el comportamiento individual, despolitiza al proceso y sus actores y expropia a las personas su capacidad de agencia.

El análisis de las desigualdades sociales con perspectiva racial acusa en nuestro país insuficiencia numérica, fragmentación metodológica, desarticulación territorial y falta de sistematización,[14] lo que confiere cierta fragilidad a este campo de estudios e induce, a su vez, una defectuosa comprensión de la problemática y sus complejidades.

Por añadidura, el exceso de optimismo ante los logros sociales alcanzados, la subestimación de la variable “color de la piel” en las estadísticas sociales –déficit reiteradamente señalado por los académicos–,[15] y el temor a que las discusiones tomen un curso divisivo en la sociedad configuran influencias que favorecen el actuar cauteloso de las autoridades.

A finales del siglo XX, solo Brasil y Cuba colectaban información referida al color de la piel, ya que el optimismo excesivo de las teorías del mestizaje promovió, en los años 1940 y 1950, la eliminación de las identificaciones raciales en los censos latinoamericanos. Sin embargo, durante las dos últimas décadas el tema ha sido largamente debatido en la Isla. La principal objeción al manejo estadístico vigente es que incluir en los cuestionarios la variable “color de la piel” no evita la invisibilización estadística de los afrodescendientes, pues todo depende del procesamiento de los datos y del uso que de ellos se haga.

La publicación, por primera vez en 2016, de un análisis de estadísticas censales que adopta como variable independiente el color de la piel[16] representó un gran avance, pues las instancias gubernativas expandieron el análisis de indicadores relativos a la  educación, el empleo, la familia y las condiciones del hábitat, entre otros elementos. La experiencia acumulada permitirá refinar las variables dependientes y su correlación, para clarificar espacios de desigualdad que hoy permanecen velados como resultado de omisiones, datos inconsistentes, o procesamientos incompletos.[17]

La construcción de consensos ha de avanzar lo suficiente para reducir la asimetría entre la aprehensión de los mecanismos de reproducción social del racismo y la discriminación racial y la valoración de alternativas para hacerles frente. Las políticas de seguridad social en Cuba sobreponen a sus preceptos universalistas tratamientos particulares que buscan adecuarse, en lo posible, a situaciones específicas. La implementación del nuevo modelo económico también propugna, junto a gravosas medidas de alcance general, la focalización de acciones protectoras de grupos y personas vulnerables. Sin embargo, dicha perspectiva no se aplica a la problemática racial, cuyo origen es, esencialmente, económico y social.

Aunque negadas enfáticamente por la retórica institucional, políticas de acción afirmativa con potencialidad para optimizar la gerencia social cubana, se implementaron parcialmente en el laboratorio social instituido por Fidel Castro durante la “Batalla de Ideas” (2000-2009), con beneficio para miles de familias negras y mestizas. El retroceso relativo experimentado durante el último cuarto de siglo por la mayor parte de dichas familias, en tanto integrantes de las capas populares, confirma que no basta garantizar la paridad de oportunidades si se parte de realidades existenciales diferentes y el trayecto vital de unos y otros es influido por la acumulación histórica de ventajas y desventajas.

Emparejar las posibilidades mediante la acción correctiva de políticas sociales específicas, resultaría una estrategia razonable para materializar el ideal de equiparación de resultados; o sea, “no igualar hacia abajo, sino cerrar brechas de desigualdad y superar ideas y prácticas discriminatorias que reproducen injusticias”.[18]

La certeza del diagnóstico y, sobre todo, de su implementación, serán mayores en la medida que la práctica política interprete, creadoramente, las conclusiones de los científicos, y que se normalice el acompañamiento pleno de intelectuales negros, activistas y representantes de la sociedad civil “no institucionalizada”,[19]cuyos conocimientos y vivencias de lucha contra el racismo y la discriminación racial no han sido incorporados a los saberes colectivos en la medida necesaria.[20]

Es cierto que el movimiento afrodescendiente cubano no ha logrado construir una plataforma común, articularse nacionalmente y, mucho menos, proyectarse coherentemente hacia Afroamérica, como señala Abreu Arcia;[21] pero el creciente activismo social, aún sin proponérselo, ofrece numerosas claves para la intelección y tratamiento de la problemática racial en el país. Su influencia en la aceleración del cambio social deseado será mayor a medida que avance el proceso de acumulación (de fuerza numérica, saberes y experiencias) en que se encuentra inmerso, y que se consoliden sus prácticas organizativas y comunicacionales.

Todavía la sociedad cubana no ha deshecho el nudo gordiano de la cuestión racial. Pesan sobre él prevenciones y suspicacias, temores al potencial subversivo del tema, cuyas complejidades son insistentemente aprovechadas por servicios especiales adversos a la Revolución cubana y las agencias e instituciones que les secundan. A su favor, opera la maduración de condiciones subjetivas, expresadas en una percepción más consensuada del problema y sus causas, la reducción apreciable de la coerción institucional del activismo antirracista, y la creciente convicción de personas “no afrodescendientes” de la necesidad de su implicación personal. La aplicación desprejuiciada de las políticas comunicacionales definidas por el gobierno cubano[22] puede crear el contexto adecuado para que el debate social –cual espada alejandrina– cercene dudas, inhibiciones y miedos.


Notas

[1] Dinella García Acosta:  “#ChallengeAfricano: ‘Es muy difícil que un cubano no tenga su propia historia con África”, disponible en Cubadebate.

[2] Sobre la polémica, pueden verse a: Sandra Abd’Allah-Álvarez Ramírez: “Hacer la tarea del antirracismo en Cuba”, disponible en Oncuba; de Alina Herrera: “¿Qué ha pasado con el Challenge africano en Cuba?”, disponible en Afroféminas; y Redacción IPS Cuba: “Día de África en Cuba: entre challenges y debates antirracistas”, disponible en IPS.

[3] Claudia González Corrales: “En el Día de África, ¿ya tienes tu turbante?”, disponible en Agencia Cuba de Noticias; y Yenli Lemus Domínguez: “Reto por el Día de África, los turbantes dicen”, disponible también en Agencia Cubana de Noticias.

[4] Paquita Armas Fonseca: “Laz: Uno de los grandes de la caricatura en Cuba”, disponible en Cubasi.

[5] Alberto Abreu Arcia: “El racismo en Cuba no solo es estructural, también es epistémico”,  disponible en Negra cubana tenía que ser.

[6] El Programa nacional incluye entre sus objetivos: “identificar las causas que propician las prácticas de discriminación racial; diagnosticar las posibles acciones a desarrollar por territorio, localidad, rama de la economía y la sociedad; divulgar el legado histórico-cultural africano, de nuestros pueblos originarios y de otros pueblos no blancos como parte de la diversidad cultural cubana, y fomentar el debate público organizado sobre la problemática racial dentro de las organizaciones políticas, de masas y sociales, así como su presencia en los medios de comunicación”. Ver: Pedro de la Hoz: “Contra el racismo y la discriminación, un año después”, disponible en Granma.

[7] “Situación de las personas afrodescendientes en América Latina y desafíos de políticas para la garantía de sus derechos”, ONU, CEPAL, OPS y UNFPA, Santiago de Chile, 2017, disponible en CEPAL.

[8] Thalía Fuentes Puebla y Dinella García Acosta: “Programa nacional contra el racismo y la discriminación racial: ‘Yo creo en el color cubano’”, disponible en: Cubadebate.

[9] María del Carmen Zabala Arguelles: “Los estudios de las desigualdades por color de la piel en Cuba: 2008- 2018”, Estudios del Desarrollo Social: Cuba y América Latina, Vol. 9, No. 1, enero-abril de 2021, pp. 120-126, disponible en Flacso.

[10] Ver nota 7.

[11] “Afrodescendientes y la matriz de desigualdad en América Latina: retos para la inclusión”, CEPAL y UNFPA, Santiago de Chile, 2020, disponible en: CEPAL.

[12] Pedro de la Hoz:  “Contra el racismo y la discriminación: avances y proyecciones”, disponible en Cubadebate.

[13] Manifestación no explícita de prejuicios diversos,  expresada mediante “burlas cordiales”, alusiones degradantes, ambigüedades y diferencias en el trato hacia personas consideradas inferiores, o de menos mérito. En estos casos, las verdaderas creencias y sentimientos, nunca explicados, son revelados por las acciones. Ver: Derald Wing Sue:  Microaggressions in everyday life: race, gender, and sexual orientation, John Wiley & Sons, Inc., Hoboken, New Jersey, 2010.

[14] Para profundizar en estas valoraciones puede consultarse a: María del Carmen Zabala Arguelles: Ob. Cit, pp. 113-136.

[15] Ver: Mayra Espina Prieto: Políticas de atención a la pobreza y la desigualdad. Examinando el rol del Estado en la experiencia cubana, CLACSO, Buenos Aires, 2008, disponible en Clacso; y Esteban Morales Domínguez: La problemática racial en Cuba: algunos de sus desafíos, Editorial José Martí, La Habana, 2013.

[16] Centro de Estudios de Población y Desarrollo (CEPDE) y Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI): “El color de la piel según el Censo de población y Viviendas de 2012 en Cuba”, La Habana, 2016, disponible en ONEI.

[17] Entre los espacios de desigualdad insuficientemente analizados pueden citarse: estructura de la propiedad (particularmente en las actividades agropecuaria y pesquera); jerarquización ocupacional (caracterización racial de empleadores y empleados); e higiene ambiental, calidad de la vivienda y hacinamiento habitacional (indicadores cuya valoración muestra diferencias con la de reportes oficiales de la CEPAL).

[18] Julio César Guanche: “El racismo, herencias y vigencias. Color y sociedad en Cuba contemporánea”, disponible en  Sin permiso.

[19] Entre las más de 2200 organizaciones a las que el Estado cubano garantiza “capacidad propositiva, de consulta, opinión y decisión, así como las más amplias facultades para ejercer libremente sus funciones y elegir a sus representantes”, no se incluyen decenas de agrupamientos e iniciativas ciudadanas surgidas en diferentes territorios del país para luchar contra el racismo y la discriminación racial. Estas asociaciones voluntarias de personas no están inscritas en el registro legal que gestiona el Ministerio de Justicia de la República de Cuba. Sin embargo, su decisión de enfrentar problemas concretos de su entorno social, la vocación cívica de la mayoría de sus integrantes y su disposición a actuar en el marco de la ley, les califica como interlocutores legítimos del Estado cubano.

[20] Al respecdto, ver: Odette Casamayor Cisneros: “Elogio del apalencamiento. Notas sobre la invisibilización de los activistas e intelectuales negros cubanos”, disponible en Negra cubana tenía que ser.

[21] Alberto Abreu: Ob. Cit.

[22] “¿Qué Política se plantean el Estado y el Gobierno para la Comunicación Social?”, disponible en Cubadebate.

Foto: Daniel Seßler

Texto tomado de La Cosa.

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