Todavía huelo la espuma del mar que me hicieron atravesar. De piel bronceada y ligera para golpear las conciencias, Dominga siempre escucha en su rincón de entre mamparas. Sintiendo trozos de manos sedosas sobre sus nalgas encallecidas del sobar cada día su antes enflorecer lozano. Y Dominga calla entre mamparas doradas, crujiendo la bata blanca que nunca cubre su entorno, para saciar gavilanes. Estrujada en su dolor se marchita con los soles, esperando en egoísmo el reemplazo de otro cuerpo. Águila, cieno, boca, colgando lluvia en pupilas al ser penetrada, con tripas de paja. Y Dominga la esclava desfallece, se acaba, muere tras el gris vitral de la mampara alta.
Foto: Ezekixl Akinnewu