Todavía huelo la espuma del mar que me hicieron
atravesar.

De piel bronceada y ligera
para golpear las conciencias,
Dominga siempre escucha
en su rincón de entre mamparas.

Sintiendo trozos de manos sedosas
sobre sus nalgas encallecidas
del sobar cada día
su antes enflorecer lozano.

Y Dominga calla
entre mamparas doradas,
crujiendo la bata blanca
que nunca cubre su entorno,
para saciar gavilanes.

Estrujada en su dolor
se marchita con los soles,
esperando en egoísmo
el reemplazo de otro cuerpo.

Águila, cieno, boca,
colgando lluvia en pupilas
al ser penetrada, con tripas de paja.

Y Dominga  la esclava
desfallece,
se acaba,
muere
tras el gris vitral
de la mampara alta.

Foto: Ezekixl Akinnewu

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