Me gritaron blanca, y como blanca, de inmediato rechacé la racialización de mi cuerpo. El privilegio habita en la sensación de ser una mujer sin raza, “universal”. Asumirnos como blancas es una acción política y absolutamente necesaria para la lucha antirracista. 

“Una señora con cierto patrimonio en su casa”, Debret (1823).

Yo pensaba que esta pintura no tenía nada que ver conmigo. 

Desde temprano entendí lo que era el racismo. Hijo de una madre un tanto racista, en una familia racista compuesta por negros, mulatos y descendientes de españoles, mi padre —de piel bien blanca, ojos azules y pelo bien rizadito— hacía hincapié en recordar que todos eran iguales y se horrorizaba con el racismo. Mi madre, nacida de una mezcla de europeos diversos e indígenas, siempre reforzaba actitudes antirracistas y criticaba abiertamente a individuos y comportamientos discriminatorios. 

Cuando comencé a participar en movimientos sociales, en la adolescencia, descubrí el movimiento negro y sus reivindicaciones más que legítimas. Demoré casi 26 años, inclusive muchos de ellos dentro de la militancia, para entender que tal vez mi papel en esa lucha sea más obvio (y mucho más difícil) de lo que yo me imaginaba: reconocerme como blanca y entender el significado concreto de la blanquitud; entenderme, ciertamente, como una persona racializada como somos todas las personas en Brasil y muy probablemente en el mundo. 

Desde que nacemos, nosotros, personas de piel y fenotipo socialmente entendido como “blancos” (que aquí voy a llamar apenas “blancos” para facilitar la lectura) nos enseñan que existen personas negras. Nos enseñan que esas personas tienen la piel diferente a la nuestra. En todas las formas de transmisión de la cultura —escuela, televisión, conversaciones familiares, entre otras—, el color de nuestra piel nunca es considerado como un asunto a tratar. Es como si no tuviésemos color. Precisamente en ese tipo de pensamiento está basada la expresión “persona de color”, que presupone que nosotros, blancos y blancas no tenemos color. A lo que el movimiento negro de Brasil acostumbra, genialmente, a responder: “¿persona de color?” ¿de qué color?

Sin darnos cuenta, nos pasamos la vida creyendo verdaderamente en esa mentira. Cuando obtenemos algo, no asociamos esa conquista a nuestra identidad o clasificación racial, sino a un mérito individual (que no existe). Eso no quiere decir que ninguno de nosotros, blancos, seamos buenos en lo que hacemos, calma ahí. Significa apenas que una persona negra tan calificada como nosotros, o más, se quedó fuera en la selección en la que nosotros pasamos (y me refiero aquí a selecciones diversas: sociales, económicas, simbólicas, institucionales, etc.). Por diversos motivos. Fue cuando entré en contacto con el feminismo negro de Patricia Hill Collins y bell hooks, intrigada después de observar sistemáticamente a feministas negras apuntando mis racismos, que conseguí formular mejor para mí misma algunos de esos motivos: 

  • Yo nunca fui tratada por mis profesores y profesoras como un proyecto de bandida, reina de batería o trabajadora de limpieza; de ahí aprendí que la escuela era efectivamente mi lugar. 
  • Nunca necesité someter mis cabellos a procesos dolorosos y tóxicos para adecuarlos a las exigencias de ningún empleador, bajo la amenaza de pasar hambre; de ahí aprendí que mi cabello no necesita ser corregido. 
  • Fui tratada como madre de las niñas/os blancas/os de quienes cuidé como baby-sitter; de ahí aprendí que no precisaba realizar ninguna otra tarea doméstica, como no fuera cuidar de infantes. 
  • En las novelas, filmes, revistas y otros medios de comunicación que construyen el imaginario popular y nuestras identidades y anhelos, siempre había personajes blancos como yo, que tenían éxito profesional en diversas áreas; de ahí aprendí que yo podía ser lo que quisiera.
  • En la escuela, en todos los espacios públicos, inclusive aquellos frecuentados mayoritariamente o exclusivamente por mujeres, siempre me sentí confortable e incluida y siempre me daban la palabra; de ahí aprendí que yo podía y debía hablar siempre que lo deseara. 
  • En espacios domésticos, las personas que desempeñaban funciones de servicio pesado como la mucama mensual, muchas veces mal remunerada y en condiciones de vida deplorables, no eran de mi barrio, no eran mis vecinas, no eran mis parientes; de ahí aprendí que aquello no era para mí.  
  • Las revistas de moda y cabello siempre tenían diversas sugerencias y opciones de maquillaje, peinados y cortes que se adaptaban fácilmente a mis tonos de pelo y de piel, según las reglas iluminadas de los editoriales; de ahí aprendí que yo soy normal, soy el patrón, el medidor de la balanza, el neutro a partir del cual los demás deben ser medidos. 

Construida dentro de esas situaciones, mi identidad racial quedó escondida. Toda la sociedad me decía que “raza” era simplemente una cuestión que no tenía que ver conmigo. El género sí, ya que como mujer yo estaba del lado oprimido. Siendo blanca, entonces, realmente creía que no tenía nada que ver con la discusión racial, excepto para “defenderlas a ellas”, las mujeres negras. 

Por eso un día ellas gritaron. Apuntaron mi raza y yo, en mi ignorancia racista, que como sociedad acabamos desarrollando de manera enfermiza todas personas blancas de este país (y que Ana Maria Gonçalves mostró lindamente que puede ser llamada también de fragilidad blanca) me sentí ofendida. No me gustaba que me recordaran que era blanca. Inclusive decía que eso era racismo. Era mucho más fácil creer que todo lo que había conseguido había sido por mérito propio. Que yo, mujer, no podía ocupar jamás el lugar de opresora en esta sociedad. Era un esquema perfecto: me colocaba como víctima y rechazaba deliberadamente la función de victimaria. No era poco mi confort. 

Después de patalear, recordé un debate sobre cuotas en la escuela secundaria. En ese momento, yo estaba en contra de las cuotas raciales. Mi mejor amigo —también vinculado al activismo de los movimientos sociales— me contó una de las cosas más interesantes que he escuchado sobre las políticas públicas: “Estoy del lado de los jodidos, Marília. Tenemos que estar del lado de los jodidos”. Nosotros, que ni siquiera estábamos jodidos. Él, que tenía ojos azules y apellido italiano.

Decidí escuchar lo que “las jodidas” tenían que decirme, por el cariño que nutro por esa figura blanca (y, sí, ¡noten qué racista es esto!). Traté de poner el ego a un lado. Salí de mi esquema explicativo perfecto de mujer-mártir (¿existe el femenino de mártir?). Escuché a Hill Collins. Releí a Alice Walker. Fui atrás de Rosa Parks. Investigué sobre Nina Simone. Me sumergí en la historia de los Panteras Negras.

Volví a ver “Mississipi em Chamas” y “Uma Outra História Americana”, todo lo que tenía de Spike Lee. Releí los correos en los que me acusaban de racista. Releí las críticas que me habían hecho en los debates sobre el tema (sobre todo las planteadas por Luana Tolentino). Me suscribí a feeds de sitios web y blogs brasileños sobre racismo e identidad racial, a los que nunca antes había accedido, ya que “no estaban dirigidos a mí”, debido a la misma visión limitada de quienes piensan que ser blanco no tiene nada que ver con el día de la conciencia negra. Saqué a Darcy Ribeiro de la estantería. Casi vomito con el recuerdo de todo lo que mi cerebro, traidoramente, había relegado “a otros” cuando aprendí en la escuela.

No eran los otros. Era yo.

En las páginas de la obra “Casa Grande e Senzala”, yo era la niña de la litera. Yo era el personaje de Di Caprio en “Django Livre”, o era el blanco salvador de la patria (o peor aún, de los negros) interpretado por Chirstopher Waltz, ambos esencialmente racistas. Yo era la señora que tanto despreciaba en las telenovelas de época. Era la inmigrante italiana de la telenovela, cuyos descendientes podían creer en el mito del mérito, ya que su color de piel les daba un contrato, un trabajo remunerado, la posibilidad de comprar tierras y el derecho a asistir a escuelas, lo que no estaba garantizado para las poblaciones negras en la misma época. Yo era, finalmente, volviendo al siglo XXI, la chica que podía caminar por la calle sin ser abordada por la policía. La que sabía que, ante cualquier señal de problemas, llamar a la policía probablemente representaba (al menos antes de 2017) más riesgo para el otro que para mí misma.

Era yo, la chica feminista que no entendía por qué “tanto escándalo” de las feministas negras, ya que yo no era racista. Era yo quien tenía el privilegio racial más inmenso y cruel de poder ignorar mi propia raza y hacer de cuenta que el racismo no existía si lastimaba mis convicciones y mi comodidad como militante.

Llevo años en este eterno proceso de lidiar con mis racismos, y entender mi vida, ciertamente, como una vida marcada por la raza. Ustedes pueden empezar hoy: no feliciten a nadie el 20 de noviembre, así como pedimos que no nos regalen rosas el 8 de marzo. Son tiempos extremadamente duros para la población negra, que resiste en todos los niveles y esferas posibles. Usa tu tiempo para contribuir a la lucha antirracista de manera más eficaz: reconócete como blanca, cállate por primera vez en tu vida y escucha lo que las mujeres negras tienen que decir.

De esa manera nos colocamos para pensar la racialidad, porque se trata de un sistema de relaciones. También podemos preguntarnos por qué es que, siendo blancos en Brasil, nos identificamos mucho más con los blancos europeos (al punto de pensar que es de nosotros que hablan los textos indianos sobre la post-colonialidad cuando se refieren a problemas de los “blancos”) que con una latinidad blanca o latinidad de piel clara. ¿Cuáles son las relaciones que provoca este fenómeno? Más importante aún: ¿cuáles son las implicaciones concretas de este fenómeno para aquellos que no son blancos, especialmente negros, negras, indígenas, que viven con nosotros todos los días, a veces más, a veces menos explícitamente visibles?

PD: Este texto, como es escrito a partir de la experiencia de gente blanca insertada en una sociedad estructurada por el racismo, probablemente presentará algunos racismos. Me disculpo de antemano por ellos y espero que, en el diálogo con mis compañeras negras y mis compañeros negros de lucha, los pueda corregir pronto.

PS2: Escribir este texto y provocar un debate público sobre el privilegio racial blanco no es un acto de heroísmo ni de coraje. Al contrario, puede ser un acto de vergüenza. Es lo mínimo que deben hacer los blancos en la lucha antirracista, estableciendo así la solidaridad con las mujeres y los hombres negros que están en las mismas trincheras que nosotros y, a menudo, en la línea de enfrente. 

Texto publicado originalmente en 2013 en Outras Palavras y Carta Capital. Versión original en portugués aquí.

Traducción: Yarlenis Mestre Malfrán

Foto: Miguel Bruna

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