El proceso de aprender a amarme fue doloroso y largo.
Desde que tengo memoria fui la “negra chambimbe” o la “pelo de estopa”. Nunca fui de verdad Sami o Sandra.
El recuerdo de mi infancia, adolescencia y juventud, marcado por la violencia racista, aún me duele y atormenta algunas noches.
A las niñas negras que crecemos en entornos con mayorías blanco/mestizas nos enseñan a odiar nuestro ser, a no valorar lo hermoso de nuestra ancestralidad.
A veces cuando escucho las historias de infancia de otras mujeres negras que crecieron rodeadas de personas negras, me siento estafada.
Yo nunca supe lo que era ser una más, siempre fui la extraña, la menos. Tuve que aprender a callar y morderme la lengua para ser “aceptada” y sobrevivir.
Ardo por dentro cuando me dicen que fui y crecí con “privilegios” por la ciudad donde nací, el colegio donde me gradué, las personas con las que socialicé y otras ventajas que mi mamá, papá, hermanos y yo conseguimos a punta de aguantar y comer mierda.
No, gente negra: nacer, crecer y vivir en las ciudades no es un privilegio, las personas negras ¡NO TENEMOS PRIVILEGIOS RACIALES! Solo obtenemos ventajas, lo que para algunas personas significa perder hasta el alma.
Era tanto mi odio por mí, que esa foto con crespos es la PRIMERA que me tomé donde no odié cada milímetro de la imagen.
La segunda foto, ya calva, fue un ejercicio de poder personal, de amor por mí.
Cada día busco celebrarme, recordarme que soy valiosa y bella. Que mi ser es ESPECTACULAR, y que quien no logre apreciar mi majestuosidad puede irse de mi vida para no ocupar el espacio que será llenado con amor y dulzura.
Miel y amor para mí.
Foto: Sandra Milena Arizabaleta