Manu D la Cruz

Desde que llegó el estrógeno a mi vida soy María Magdalena, pero no puta. Sí, porque el estrógeno cogió mis ganas de singar y les dió shift + delete. 

En mis ratos libres, en los que antes singaba o me masturbaba como quien tiene que cumplir una zafra de nosecuántos millones de espermatozoides, ahora lloro. Recuerdo a un macho ingrato y lloro. Veo una foto antigua y lloro. Oigo a Ricardo Arjona —y esto es ya el colmo— y lloro. Quizás por eso he demorado en escribir de nuevo, porque no quiero que salga un pañuelo lleno de mocos en vez de los manuales de empoderamiento que me ufané haber parido siempre. 

He aprovechado hoy, que no han puesto el agua en la casa —algo que me empinga más allá de traer una lágrima— para escribir este texto y no parezca un llantén de verano. 

El estrógeno llegó y se cogió la casa para sí. No me tomó por sorpresa. Mamá Kiriam me lo dijo: te vas a enamorar de cualquier cosa y vas a llorar por cualquier mierda. Mamá Kiriam es una gurú de esto, y ni ella sabe las cualquier cosa a las que les he cogido afecto, cosas que en el ayer hubiesen sido descartadas desde antes de llegar a la casa, y cosas que menciono en estos tiempos antes de que el arrepentimiento y la vergüenza me acribillen por completo.

No pretendo hacer ahora de mí la cronista de las transiciones, así que este texto no abre una serie patética modo “querido diario hoy me siento más mujer que ayer, siento que me va a caer algún tipo de menstruación”. Tampoco pienso hacer de este nuevo y raro cuerpo una vidriera reflexiva, donde deposite las nuevas ideas y las exponga para los medios y revistas independientes. Yo solo quiero hablar de la gente, mal si es posible. Hablar de cómo, ante una persona trans, debe cambiar también el pensamiento de la gente. Hablar de cómo debe cambiar la sociedad ante una persona que añade a su vida el estrógeno, o la testo, para mis compañeros transmasc. Hablar del viaje, pero no solo del mío, sino de los que indefectiblemente nos rodean y deben viajar en el asiento del lado.

Hoy vengo a hablarle de tres grupos de personas: la familia, los taxistas y meseros, y como no, los teóricos aliados. 

Ya lo dije, mal, si es posible.


La familia que una tiene… y la que forma

La primera personita que supo mi incomodidad o disforia se llama Lien Real. Es bisexual, tiene dos hijos y al varoncito le pinta las uñas cuando él se lo pide. ¿Cómo no iba a ser ella mi lugar seguro? Estábamos en una fiesta —nos une, entre muchas cosas, la necesidad de descualquierarnos los sábados— y sentí una molestia intensa con el bigote que presupone llamarse algo tan católico como Manuel. No me pegaba. Yo tenía un pelón larguísismo (y carísimo), un short descarado, las uñas como tu amiga la que menos friega, y las cejas en 5ta y 72. No me pegaba el “él”, no me pegaba ser el nosecuál Manuel de mi dinastía. Con pena se lo dije, como quien se averguenza de no tener un bollo que avale el “niña”.

Ella había entendido el diseño antes que yo, y su respuesta fue como quien había marcado pal pollo desde el día anterior, escaneada y todo por si acaso. Lien es una de esas adquisiciones familiares de la nueva etapa revolucionaria, de esas hermanas que se faja cuando no usan conmigo el femenino.

El caso de Amed fue sencillo. No puede pasarse de un párrafo por cuestión de balance hermenéutico. Amed sabe el alma que porto desde el 2017. ¿Hembra? Métele. ¿Manu? Perfecto. Ella es media no binaria, o binaria y medio, o todo lo contrario y viceversa. Ha usado overoles de hombre y ha tenido más maquillaje en la cara que Beyonce, al mismo tiempo. Ha sido la hembra de la casa vestida con pantalón de camuflaje. Amed es esa hermana que viene de la vida anterior, que pasa, que se sienta, que hace su reguero y que dejó tirada la incomprensión en alguna esquina de sus años pasados, ya que es gil, despistada, e igual de empática y amiga. Fue mi primera apuesta y no me falló.

Karel tiene hecho Yemayá Azezú, nuestra señora madre del despiste. Hace unos años chistaba con él diciéndole que un día iba a llegar con dos tetas hechas y él iba a notar algo diferente, pero que jamás sabría decir qué. De alguien como Karel jamás saldría maldad. Mucho menos ahora que la distancia agrega nostalgia al cariño. 

Karel asumió la cosa, pero no me ve, no me oye, se imagina la mujer que va naciendo pero no la tiene cerca día a día. No la puede oler. A mí no me duelen los “bro” que me tira en whatsapp, porque tienen más amor y torpeza infantil que varios “muchacha” que impostan para mí de vez en cuando. Karel, cís y hetero, está cambiando conmigo, para mí, y ese es el acto más bello que puede hacer el hermano que viene conmigo de una vida anterior a la que empezó en el 93.

Una noche le mandé un audio llorando, recriminándole la decisión inapelable del exilio. Por culpa de la dictadura Karel no podía acompañarme de cerca; la casa de Díaz Canel me quedaba muy lejos y yo le lloré a Karel toda esa mierda de la que no tenemos culpa. Simplemente no le tocó estar aquí: tendrá que ser ese amigo que espera en la sala de estos años a que yo salga de un cuarto lleno de hormonas, hecha, indestructible, a hacerle un número de estreno. 

Ricardo. Ricardo Acostarana. Toda China sabe que sin ese niño yo hubiera muerto unas tres o cuatro veces entre marzo y julio de este año. 

Lo que más nos gusta a ambos acerca de nuestra relación es que la existencia de síntomas naturales para esta alianza era mínima. Esto es una hermandad construida sobre muchos “a pesar de”, y eso la hace más fuerte cada día. 

Ricardo le cambiaba el género a las personas trans dos o tres veces al día. Era machista cada 8 horas. Tenía tantas concepciones erradas sobre el género y el cuerpo como ganas y formas de ayudar. Era, o es, el típico pionerito de derecha instruido en la cerrazón patriarcal, ciclista y lector destacado, que un día descubrió la insondable belleza —y crudeza— en los poemas homoeróticos de Lorca, y de ahí jamás pudo salir. 

Ricardo tardó en sentirlo. Tiene trastorno de la atención —no ve las tallas y grita por si acaso— pero cuando lo regañé a solas, en la dirección, lo entendió todo. Solo no va a caer, Ricardo, le dije, tienes que tomar la decisión de cambiar conmigo. Él, como ese pionerito también destacado en empatía, tomó nota y, nuevamente el 100, como ya me tenía adaptada. 

Ricardo viene siendo, en estos complejos temas, algo así como un alma arrebatada de las llamas del infierno. Me enseñó que se puede cruzar el túnel sin tanto desmadre ni tanto Focault, y es, al día de hoy, el no deconstruido al que aspiro que sean todos los machotes de los barrios de La Habana Vieja.

Hay muchos casos más, y ustedes dirán, niña, ¿y tu familia de sangre? (y yo huyéndole). 

Mi papá en el extranjero, mirando todo desde la ventana. No hemos hablado a profundidad de la cosa. Él está enclavado en el chiste de su puntería: la mayor, su hija hembra, ahora es varón, y su varón, bueno, buenas noches. Mi hermano a sus 7 años me preguntó si lo mío era orientación sexual o identidad de género. Siete años. Ahora tiene 14. Ya lo entendió todo. Las tías, imagínate, cuidando gatos y trabajando mucho, que la cosa está muy mala. ¿Y mi mamá? Mi mamá está bien de salud, que es lo importante. Lo demás lo buscamos nosotras, como dicen las santeras viejas.


Los taxistas y meseros, a nuestras órdenes

No hay una forma silenciosa de ser una persona trans. Lo trans es ruido, y el ruido es antónimo de armonía. Lo trans no es ni siquiera ese jazz complejo, ruidoso para quienes les disgusta. Es bullicio: una mezcla de sonidos que no empastan, que no debieran seguir unidos de la forma en que lo hacen.

Ser una persona trans es mucho más que tener que dar una clase en la entrada de dos de cada tres baños, y un espectáculo en el tercero. Pero ser trans también es eso, hacer ruido en algo tan estúpidamente silencioso como el lugar elegido para mear o cagar. 

Ser trans es mucho más que reforzar tu cara con trece libras de polvo, lápices, creyones y pestañas en pos de crear un sinfín de capaz tectónicas de cara de mujer, para arrancarle a un mesero o a un taxista el pronombre femenino. Tampoco es solo lo trans jamás volver a usar ropa apretada para que no se te marque teta y bollo, si eres hombre. Pero lo incluye, lo es: ser trans también es pasar por todo eso aparatosamente, dejando el cuarto donde te vistes y el espejo donde no te quieres mirar, empañado de un ruido que quizás nunca pueda ser quitado.

Muchos taxistas no coordinan. Bro, hermano, consorte, a pesar de las libras de mujer que una tenga arriba. No saben siquiera si 5ta tiene derecha o izquierda. Entran por la calle que les da la gana y que sea lo que dios quiera. De Línea y Paseo hasta el Parque del Curita pueden cobrarte 100, 150, 200 y hasta 250. Ellos van a su bola, y tú debes decidir si sumarte o no. Son crueles y de pensamiento fijo. Agradecida estoy con los que ni siquiera me paran. Si hubo rechazo para montarme en su almendrón ruidoso y lleno de peste, ¿cómo hubiese sido la cosa adentro?

Pero los taxistas son también más que eso. A veces, son bugarrones o curiosos, y en un viaje a solas contigo se agarran la pinga y se olvidan de la otra palanca. A veces te meten un confuerza como si los cambios del carro sucedieran por la palanca de una. 

Pero hay lugares medios también, salvables. Rutas consensuadas. No todos los días un taxista recoge a una persona trans. No están obligados a hacerlo. Pero los ves tratando de entender, trayendo al carro las preguntas de los millones de dólares, y una, que no todos los días sale con el plan de clases y el expediente, los ve ahí, luchando el 3, y les sopla la respuesta.

Los meseros son un banquete. Te ven de lejos y, tú sabe, el festival de los codos, turnándose a ver a quién le toca esto. Pero nada, respiran, entran en personaje, y le sueltan a una —maquillada hasta las trompas de Falopio— el “qué desea el señor” más barítono y alemán de la noche. No tienen un primo trans, o una sobrina trans, se les nota; pero amor, por esa rendija de buena voluntad y actitud a veces se cuela una, y les explica, y les pasa la mano. Hasta que no sea un deber para los establecimientos que ofrecen servicios, la no discriminación y el maltrato a las personas trans —tratarme como macho es también mal-tratarme— nos toca seguir dando la clase, un día sí y un día no, o el espectáculo, según convenga.

Los taxistas y meseros —y muchas otras profesiones— representan esa gente “obligada” a recibirnos y a tratarnos. A veces, a complacernos. Ahí se esconden dicotomías importantes, machismos modulados por una causa mayor, homo y transfobia recluida al pensamiento. Esa gente, a la que si te le impones le sacas un trato justo y respetuoso, representa la sociedad a la que quiero que lleguemos; al menos hasta que los estados eduquen a su gente y el respeto engendre comprensión, desde las más intrincadas venas sociales. 


Los teóricos y aliados, un cierre

¿Por dónde se empieza esto? Ah sí, ya me acuerdo. No entienden nada.

Han leído tanto que se les ha olvidado a qué sabe la vida. Te ven y andan citando autores, como si la experiencia viniera después del folleto. Hacen el cambio de pronombre ipso facto —están educados en la conceptualización y en asumir nuevas formas epistemológicas y toda esa cantidad de esdrújulas— pero si discuten contigo, o están borrachos, te sueltan un “papa” y un “mi hermano” que meten miedo. Te encasquetan el “ella” y te tratan como hombre. Me explico, academia, antes que empieces a plantearme tus dudas ontológicas.

Tú no puedes asumirte inclusivo o deconstruído -no racista, no homo y transfóbico, no machista, no injerencista o extractivista- y vivir la vida como Donald Trump.

Si tú crees que la mujer está más expuesta a peligros, a violencias, y la acompañas a su casa en la noche; coño, maestro, acompaña también a la mujer trans. Si ya tienes definido —y hasta defendido— tu lugar como aliado, ¿qué te impide someterte a mi escrutinio, a mi señalamiento? ¿Tu ego intelectual? No han entendido que el trato diario no es un manual y van perdiendo el 5 todos los días en algún turno.

Te dejan sola, viene el otro y te mete el botellazo en la calle, y luego van ellos a darle like a un texto como este. Son los mercaderes del templo a los que Jesús les boicoteó el bisne, pero aplaudiendo aquella estridencia mesiánica dirigida. No señor, si las personas trans te señalamos ninguneo, victimismo o revictimización en tu andar, no es para que saques otro texto o vuelvas a ponerte la saya un 28 de junio. Es para que medites, vaya, como los grandes filósofos, para que pidas una disculpa sincera así sea en latín.

Yo me he sentido observada, como si mi “nueva” identidad fuera una clase práctica. Hay un afán —un morbo del saber abstracto— que no se vierte en la praxis en la misma medida que se recibe, y eso es incómodo. Como también hay una necesidad en sus cuerpos de sabernos y probarnos, como si la mujer con rabo fuese el examen de premio. Es incómodo y más que incómodo, es hipócrita. Es necesario que aprendan del taxista y del mesero o de un hermano de 7, como siempre ha sido a lo largo de los años.

Declararse aliados no es un mérito, es la variante lógica y humana. ¿Colgar la bandera LGBTIQ? Meh, me da igual. Estén. Sean. Cada uno en su silla. Ustedes no debieran escribir por nosotras, hacer los documentales que podemos hacer nosotras, recibir los fondos que pudiéramos recibir nosotras. Eso es también mandarnos a callar una vez más, y por cada silencio nuestro se levantan hordas de homo y transfóbicos a construir castillos. Y créanme, pa romper esos castillos hacen falta revoluciones de travestis y pájaros.

Sé que pueden. Solo es tomar la decisión, como mismo lo hizo Ricardo, como lo hacen los meseros, como pudiera hacerlo también mi señora madre. Tengo amigos —teóricos aliados— que han podido. Se han mostrado como niños, han hecho las preguntas erradas por razones correctas, han pedido la disculpa con la voz bajita. Tengo otros amigos aún más inteligentes, que se han dedicado a la honrosa tarea de no hablar, de aprender en silencio. El ego jamás ha acompañado proyectos que no hayan sido desastres escatológicos.

***

El proceso de transicionar es una candela que a la larga inmiscuye a todos. Ya son las horas en que casi está tocando un pájaro o una tuerca por núcleo, una travesti o un hombre trans por CDR. Toca cambiar esa mentecita. La vida pasará la cuenta, como lo ha hecho con generaciones anteriores que lastimosamente ya no pueden ser invitados a la fiesta en que se está convirtiendo el futuro. Hoy necesitamos acompañamiento. Eso es hoy. Mañana nadie sabe quién acompañe a quien.

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Manu D la Cruz

Escritora y periodista afrocubana. Hija del Agua. Libra y borderline por excelencia.