El día de las madres es una ocasión de celebraciones, pero para quien como yo, se dedica a la crítica social y feminista, no deja de ser también, una oportunidad para reflexionar sobre los discursos biologizantes que son invocados alrededor de esa figura social que es la madre.
En algunos textos escritos con anterioridad he discutido sobre argumento falaz que aún escuchamos y que afirma que existe un “instinto materno”. La deconstrucción de ese mito está ampliamente documentada en el trabajo de la filósofa Elisabeth Badinter. En esa obra, entre otras cosas, se debate la manera en que esa idea de una “maternidad natural” formó parte de un proyecto liberal europeo (una de las ideas del liberalismo es que el individuo se las arregle él solo), con fines productivistas (la reproducción de cuerpos como un trabajo que “naturalmente” debía recaer en las espaldas de mujeres cis). Elisabeth Badinter también explora el modo en que la Psicología y la Medicina, como siempre a la vanguardia del control biopolítico de determinadas poblaciones, contribuyeron a consolidar ese mito.
Fue precisamente cuando me acordé de ese punto, el papel de saberes “especializados” en la manutención de opresiones, que volví a los años en que estudié Psicología y más específicamente cuando estudié Psicopatología (una de las asignaturas más bonitas e instigantes del currículo y que yo, particularmente creo que fue de las mejor impartidas, aunque todo el claustro de la carrera de Psicología de la Universidad de Oriente es simplemente brillante, valga mencionar). En fin que repensé: ¿qué es lo que aprendemos y discutimos sobre la depresión posparto en la carrera de Psicología y hasta qué punto la compresión de ese fenómeno dentro de un cuadro estrictamente clínico e individual oculta las dinámicas sociales que oprimen a la puérpera, a la persona que pare y de la que se espera como en un pase mágico, que viva el (supuesto) idilio de la maternidad?
Mi argumento es que la escena del puerperio, y todas las angustias que son posibles de ser experimentadas dentro de él, sean observadas a partir de un lente feminista (solo lamento que las carreras de Psicología continúen pensando que los estudios de género y feministas deban ser asignaturas opcionales). Si vemos el asunto desde esta óptica, cabe preguntarse hasta qué punto ese mito del “instinto materno” promueve una dosis adicional de angustia de la persona parturiente en su encuentro con el bebé. Según ese mito, fallar en algunas de las tareas reproductivas (sacarle los gases, cargarlos en la posición correcta, hacer que el bebé pare de llorar, adivinar lo que tiene y encima de eso estar sonriente confortable y con ánimo de recibir a las visitas que van a conocer al bebé) significa estar en un lugar de “madres desnaturalizadas”. El mito del “instinto materno” opera entonces como un instrumento de vigilancia y descalificación, un combustible que puede estimular la posibilidad de vivir una depresión posparto. Esta última es apenas vista por el ángulo individual de la puérpera, sin que prestemos la debida atención a estas dinámicas sociales que potencializan ese fenómeno que de individual no tiene nada, excepto la elaboración psíquica que cada parturiente hace de este evento físico y simbólico que es parir.
¿Cuál es la política de cuidados que promovemos con las personas gestantes y parturientes cuando seguimos reforzando esas figuras como fuentes inagotables de todo el cuidado que necesita ser dispensado a un bebé? ¿Cuál es la política de cuidados que promovemos cuando seguimos con esa exaltación del “instinto materno”, reforzando esa construcción ideológica de que la “madre es todo” y de que cabe a ella lidiar de forma competente y exclusiva con los cuidados de un bebé?
La madre no debería ser necesariamente esa figura de la que se espera “poder con todo”. Y digo más, la experiencia fisiológica de parir a un ser humano no trae automáticamente la construcción de un lazo de afecto (inclusive porque hay personas que paren en la condición de barrigas solidarias) y debería respetarse la singularidad y complejidad con que cada persona construye ese lazo, en su tiempo, ritmos, atendiendo a su historia y a otras condiciones socioeconómicas que precarizan o facilitan la instauración de ese vínculo entre quien pare y nace. El resto son discursos normativos que promueven una maternidad compulsoria.
Una política de cuidado materno pensada a partir de una clave feminista nos invita a resistir al impulso de patologización de las personas que paren, cuando ellas encaran los desafíos y complejidades de este evento que es traer una persona al mundo. Por otro lado, esa política también nos convida a interrumpir la romantización de la maternidad, teniendo en cuenta que dicha romantización funciona como base de opresión de las personas que paren, a partir de esa expectativa inhumana de “poder con todo” por el solo hecho de haber parido. Yo no soy y nunca fui adepta de la Psicología clínica, pero me parece que desindividualizar la depresión posparto (respetando la singularidad de cada persona que pasa por eso) y observar los factores estructurales que confluyen para que ella aparezca, puede ser un camino más alineado con una política de cuidados que salga del monólogo individual y participe más activamente en la transformación de relaciones sociales de poder que, como el género, inducen vulnerabilidad en quienes gestan y paren. Destruir las asignaciones de género que atraviesan el campo reproductivo es un eje central de esa política de cuidados imaginada en clave feminista.
Foto: Garrett Jackson