Siempre se me ha exigido más que a los demás —y el doble que a los blancos— para conseguir mis sueños, para realizar mis proyectos. Ya me lo había anunciado mi abuela paterna.
Soñando con los viajes, con la música, apasionada de la ciencia ficción, siempre se me ha visto cómo alguien diferente al resto de mi familia. Eso no es cierto cuando se trata de la música, que es una pasión familiar. Pero solo yo me he permitido dedicarme a ello. Desde pequeñas, mi hermana y yo solíamos ir a los conciertos del Festival de Jazz de La Habana con mi padre. Mi madre cantaba todo el día en casa, y mi abuela, que nos ponía discos de los años 40 cuando la visitábamos, había cantado en muchos coros y en el combo de la fábrica donde trabajaba.
De niña, tuve la desgracia de encontrarme con un profesor de piano clásico que, por el color de mi piel y mis orígenes, y también por mis limitaciones económicas, nunca se dignó a tener una actitud positiva y gratificante conmigo, a pesar de que yo tenía un gran potencial vocal desde muy joven. Cuántas veces le escuché decir: “No eres una negra bonita, nunca llegarás a nada”. Durante un año me cubrió de comentarios despectivos e insultos para mandarme de vuelta al lugar que él me había asignado. La humillación y los insultos se apoderaron de mí y dejé la escuela de música. Tenía diez años.
¿Cómo podría explicar que tuve un profesor racista, en un país en el que se supone que todo el mundo es “igual”? Yo misma no sabía nada del racismo. En aquella época, era difícil entrar en el Conservatorio. Sin embargo, ¡acababa de ser admitida y de comenzar mis estudios de dirección coral! ¡Ese sinvergüenza le puso fin!
A los 23 años me hice abogada, pero seguí cantando como solista en el coro de la Universidad. Se me confió el solo de gospel, lo que me permitió trabajar las notas altas y bajas. Jugar con la voz. Me encantó.
Unos años más tarde, recién llegada a Ginebra, me matriculé en el Conservatorio de la Plaza de Neuve. Allí estudié canto clásico, y como tenía dificultades con las múltiples lenguas que se cantan en esta disciplina, una profesora me volvió a poner en “mi sitio”: “¡Canta tu música!”. No se tuvieron en cuenta las barreras lingüísticas y posiblemente económicas de la persona migrante que era. No hubo empatía, más bien desprecio.
¡Y me fui de nuevo! Sufrí el síndrome del impostor durante años.
Pero las cantantes que amaba, como Leontyne Price, Jessye Norman, Bessie Smith o Billie Holiday, nunca dejaron la música a pesar de todas sus dificultades. Era consciente de que no tenía su talento, pero también de que tenía muchos menos obstáculos que superar. Entonces, ¿rendirme? ¡Nunca! Mientras trataba de tomar conciencia de mi valor, de mi derecho a existir donde quiera, donde me sienta realizada, di el siguiente paso: no pedir más la opinión de nadie sobre mímisma. Me he reconstruido y ahora me conozco mejor. Me apoderé de mí.
Desde entonces, me he atrevido a desarrollar proyectos musicales. A crear performances que cuestionan la poquísima presencia de artistas africanes y afrodescendientes, a borrar de nuestras memorias el sello de “no es válido” que el mundo contemporáneo puso y quiere poner sobre las manifestaciones de nuestro imaginario, de nuestra espiritualidad, en fin, de nuestro arte. Hoy, con mi colectivo, ocupamos espacios que hasta ahora estaban reservados a muy pocos artistas negres.
En Ginebra, nunca me han ofrecido proyectos fuera de la música cubana. ¿Cómo puedo demostrar que soy sensible y capaz de cantar otros géneros si, por mis orígenes, los músicos presuponen sin pedirme mi opinión, que tengo la posibilidad, el deseo o la capacidad o no de tocarlos o cantarlos? Para mí, el mensaje es claro. No tengo derecho a experimentar modestamente y mucho menos a fracasar, en otros estilos de música que no sean los de mi país.
En toda Europa la gente toca música de otras partes del mundo sin preocuparse demasiado por sus cualidades como músicos, por diversión, muy modestamente y con humildad. Son llamados a crear proyectos, a experimentar con nuevos enfoques del jazz, el free jazz, el jazz fusión, etc.
A nosotras, las mujeres negras, procedentes de otros horizontes e incluso en nuestros países de origen, se nos califica según otros criterios: se supone que tenemos que tener voces increíbles y que solo somos buenas cuando cantamos nuestra música. Nos encasillan en el papel de músicas exóticas, folclóricas, explosivas y alegres. Por no hablar del público y muchos músicos que nos piden que bailemos también en el escenario. ¡Es decir, hacemos el trabajo triplicado!
Las mujeres blancas también sufren la exclusión silenciosa que se produce en la música y especialmente en el mundo del jazz. Los hombres llaman a los hombres para que toquen con ellos, aunque no tengan un buen nivel o un alto nivel. Sin embargo, sí llaman a una mujer, es casi seguro que ya tiene el nivel necesario para el proyecto. Y como es blanca, le van a ofrecer cantar todos los ritmos, hacerla experimentar con ellos, aventurarse, evolucionar, o no, con ellos.
Hay detrás de todo esto, y estoy sopesando mis palabras, racismo, machismo, colonialismo interiorizado. En todas sus formas modernas, pero siempre insidiosas, perniciosas.
Las vidas negras importan.
Las vidas negras son asfixiadas sutil, groseramente, institucional y oficiosamente todos los días. Luchar contra esa asfixia es todo lo que puedo y quiero hacer.
En 2017, mi encuentro con Angela Davis en Barcelona, en el seno de la asociación afro-feminista “Hibiscus” en la que militaba, me inspiró para hacer de mi lucha el leitmotiv de mis creaciones, mis performances. Me convertí en“artivista” y después en wikiactivista al crear el proyecto Ennegreciendo Wikipedia, para difundir las aportaciones de la cultura negra a la llamada cultura universal.
Así que, queridos músicos, ¿no es hora de experimentar con hermosas notas de cambio, estímulo e inclusión para las mujeres negras, para las mujeres todas?
Estuve y sigo estando aquí.
Versión en español del artículo aparecido en el periódico mensual de la asociación AMR et sud des Alpes. Club de jazz et musiques improvisées. Décembre 2020, Genève.
Foto: Veronika Louba.