Cenicienta no es una historia de amor romántico, libre de efectos políticos. Por el contrario, es una historia que ilustra el modo en que operan ciertas pedagogías de género, las cuales imponen la obligatoriedad de la heterosexualidad como un deseo universal de todas las mujeres. Una mirada crítica desde el feminismo a esta historia nos muestra cómo la competencia entre mujeres es una de las estrategias más eficaces mediante la cual se nos ha convencido de que, una de las mejores cosas a las que podemos aspirar como mujeres es a ser escogidas y “salvadas” por un hombre. A continuación presento algunas ideas acerca de la heterosexualidad compulsoria.

Este texto es inspirado por las reflexiones de João Manuel de Oliveira en su libro Desobediências de Gênero (2017), de la Editora Devires, Salvador de Bahía. Soy de las que creen que los saberes feministas poseen una extraordinaria potencialidad transformadora y deben ser difundidos de formas accesibles. Conocimiento es poder; poder no solo entendido bajo una perspectiva hegemónica, sino poder de transformar nuestras vidas y de subvertir los discursos hegemónicos que pretenden restringir nuestras posibilidades de ser y estar en el mundo de múltiples maneras.  

Una de las lecciones más importantes que he aprendido en el mundo de los feminismos, vino de manos de Chimamanda Adichie, una feminista y escritora nigeriana bastante conocida que se ha referido al peligro de las historias únicas, y de cómo estas, en última instancia, revelan siempre relaciones de poder. La historia de “los vencedores” suele invisibilizar las resistencias de “los vencidos”, por citar un ejemplo. La manera en que narramos y representamos el mundo amplía o limita las posibilidades de habitarlo, de existir en él. Las historias son entonces un tipo de saber de sentido común que, puesto en circulación, tiene poderosos efectos en las vidas de las personas. Tomo como pretexto la historia de Cenicienta para debatir una de las estrategias por medio de las cuales la heterosexualidad nos es impuesta como norma o como un hecho “natural”. Obviamente, la imposición de la heterosexualidad no es ingenua; tal obligatoriedad va de la mano con un proyecto-correlato: invisibilizar, deslegitimar otras experiencias o posibilidades de vivir la sexualidad, la afectividad o, en última instancia, colocarlas en el lugar de “excepciones” o “desvíos”.

El propio hecho de que las relaciones erótico-afectivas entre mujeres no aparezcan en los registros literarios con los que somos educadas nos habla de cómo estas experiencias son condenadas a la abyección. El argumento suele ser: “niñes no deben ser enseñados sobre asuntos de diversidad sexual”. Lo cierto es que la infancia es expuesta todo el tiempo a discursos sobre género y la sexualidad, solo que tales pedagogías enseñan que apenas la heterosexualidad y la cisnormatividad son las formas “normales” de existir en el mundo. La historia de Cenicienta es una entre tantas pedagogías de género y sexualidad.

Cenicienta, filme de animación producido por Walt Disney en la década de los 50, coloca en el centro de la trama la disputa de tres mujeres (hermanastras de Cenicienta) por un hombre (el codiciado príncipe). Más allá de las cuestiones de dependencia material y económica que la historia acentúa (al parecer sería esta la mejor opción de vida para estas mujeres) caben aquí otras reflexiones. Y es precisamente en este punto de la competitividad entre mujeres “representada como algo natural e inevitable”, donde me parece conveniente llamar para el diálogo a la feminista y autora fundamental dentro de los estudios lésbicos, Adrienne Rich (1982), la cual se refirió en varios de sus escritos al modo en que la heterosexualidad es un régimen político. Por ese argumento, mujeres tendrían siempre sus deseos sexuales e intereses eróticos-afectivos volcados hacia los hombres. No existe así la menor posibilidad de que Cenicienta, o alguna de sus hermanastras, simplemente no se sintiera atraída por el príncipe, como una posibilidad más de este cuento. Es así como la heterosexualidad obligatoria no da espacio para otros deseos y prácticas sexuales.

El relato asegura la enemistad irreconciliable entre Cenicienta y sus hermanastras, haciendo imposible la identificación entre ellas, pues las mueve el deseo irrefrenable de alcanzar lo que se considera un premio: el príncipe (un hombre, blanco, heterosexual, clase alta). Sabemos que estas lógicas también funcionan en la vida real. Este es un mecanismo particularmente eficaz para, como muestra Adrienne Rich (1982), legitimar un supuesto deseo universal de todas las mujeres por los hombres, una actitud de sumisión tipificada como “estar dispuestas a todo por tener la atención de un hombre”. Resulta simbólica la parte de la historia en que las hermanastras de Cenicienta se deshacen en esfuerzos para que sus pies entren en el zapato, única prueba que les permitiría salir airosas del proceso de selección de candidatas promovido por el príncipe. Creo que esta imagen nos ayuda a pensar las innumerables veces en que nos forzamos a caber en modelos, espacios, relaciones que nos aprisionan, nos oprimen, colocando por encima de todo agradar a los otros, que es lo mismo que reverenciar a las normas extremadamente opresivas.   

Otra forma de garantizar la enemistad entre Cenicienta y sus hermanastras es por medio de los parámetros de belleza. De acuerdo con este medidor, el triunfo de Cenicienta está garantizado pues encarna el patrón idealizado de lo bello: joven, blanca, delgada, rubia, entre otras. Nótese entonces cómo la belleza es instalada en nuestras mentes, como una vía de ascensión social: si eres “linda” ya tienes la mitad del camino andado. Al mismo tiempo, la “belleza” se convierte en otra fuente de competencia entre mujeres, de ahí que toda la animosidad de las hermanastras hacia la protagonista de la historia parte de esta condición que Cenicienta ostenta y de la que las hermanastras estarían supuestamente desposeídas. Obvio que, si el patrón de belleza es uno, todo lo que no se ajuste será descalificado. Y este mismo criterio es invocado muchas veces para descalificar a las mujeres lesbianas. Se les suele llamar de feas (un modo de deshumanizarlas), amargadas o falta de hombres.

Paradójicamente, frente a esta competencia entre mujeres que forma parte de las pedagogías de género con que somos educadas, podemos percibir que las redes de apoyo entre mujeres, más allá de cualquier deseo erótico-afectivo, han sido fundamentales para su propia subsistencia y desarrollo, como bien destaca Adrienne Rich (1982) en su concepto de continuum lésbico. Tal concepto se refiere a la red de afectos, no necesariamente de cuño erótico, entre mujeres. Madres, hermanas, hermanastras, primas, tías, amigas forman parte de la vida de las mujeres, de aquello que el feminismo académico y militante ha descrito como “sororidad” o “nadie suelta la mano de nadie”. Concluyo con una frase de la propia Adrienne Rich (1982): “la destrucción de registros, memoria y cartas documentando las realidades de la existencia lésbica debe ser tomada seriamente como un medio de mantener la heterosexualidad obligatoria para las mujeres […] las lesbianas han sido destituidas de su existencia política” (Rich, 1982, p. 36, traducción libre).

Referencias:

Rich, A. (2012 [1982]). Heterossexualidade compulsória e existência lésbica. Bagoas – Estudos gays: gêneros e sexualidades 4(5).

Foto: Shingi Rice 

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Written by

Yarlenis Mestre Malfrán

Académica. Licenciada en Psicología Universidad de Oriente, Santiago de Cuba, 1999. Máster en Intervención Comunitaria, Centro Nacional de Educación Sexual, La Habana, 2004. Doctora en Estudios Interdisciplinares en Ciencias Humanas, Universidad Federal de Santa Catarina, Florianópolis, Brasil, 2021.