Cimarrón y palenquero a un tiempo, llevando desde la médula hasta el corazón, que late como un tambor en tiempo de guerra interminable, está aquí con nosotros Tomás Fernández Robaina. Porque estamos celebrando sus ochenta años de estancia en este mundo una vez más, y digo bien, sé lo que digo. Nuestro agasajado de hoy se ha nutrido con la sabiduría de quien ya ha andado estos caminos en otras ocasiones y sabe lo que busca y cómo encontrarlo. Solo que eso lleva tiempo, mucho, y a la vez compañía, porque su bandera (bandera y todo agita) urge de relevos temporales.

De Tomasito se han dicho muchas cosas y no hay que repetirlas. Su empecinada devoción por lo que es justo, plasmada en los libros publicados, esa destreza personal con la que busca, remueve sucesos como piedras en las calles viejísimas; abriendo y cerrando a su manera puertas que el polvo de los siglos disimula; ocultando llantos, maldiciones, puños cerrados, gritos…

Busca, no descansa, encuentre o no, ese es su destino y va cumpliendo con esa pasión de quien no sabe por qué precisamente él, pero vive, sufre y disfruta esta lucha en la que está envuelto y a la vez nos involucra con esa magia elaborada con verdades a medias y las quiere, las necesita a plenitud.

Tomasito anda con sus manos húmedas, buscando entre antiguas paredes y entre el polvo y la humedad forman un lodo y siguen. No se lava las manos. Mal discípulo del gran maestro Poncio Pilatos, Tomasito insiste en su búsqueda, porque desde que cruz y espada se juntaron en nombre de Dios y del rey ha transcurrido mucho tiempo, y lo que construyeron a mansalva no se desmorona con promesas y juramentos.

Por eso Tomasito, mi amigo, mi maestro, el que reencarna cada vez que se sacude el polvo de una muerte, se prepara para otra vida y otro regreso, mientras le decimos: ¡Felicidades, Tomasito! Aguanta un poco más. Demora en irte y regresar. Mira que cada vez me parece que somos menos.

En Bahía, Habana del Este, a 4 de marzo y 2021.

Foto: Bob Ramos.

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