En medio de un panorama tan complejo como el que vive Cuba, encarar los temas que laceran a la sociedad nunca podrá ser visto como un mero lujo. El análisis y el debate entre todos los que formamos parte de la nación, dentro o fuera de ella, nos permitirá enfrentar con mayor lógica y precisión el/los problemas y encontrar soluciones que permitan construir un país realmente mejor.
El racismo y la lucha contra la discriminación racial en Cuba constituye un asunto que exige mirada crítica. Por eso, La Joven Cuba iniciará una serie de entrevistas a intelectuales y activistas cubanos que han puesto la mirada sobre esta temática.
Iniciamos con la escritora y profesora Zuleica Romay Guerra por su labor mantenida durante muchos años de reflexión y estudio, lo cual es perfectamente perceptible en la agudeza de sus respuestas.
«La progresión sin autocrítica conduce al estancamiento»
Algunos intelectuales, investigadores y políticos coinciden que después de 1959, el problema racial en Cuba quedó silenciado y consideran que fue algo premeditado. Otros, en cambio, afirman que estuvo condicionado por los mismos acontecimientos sociopolíticos, ¿qué opina usted?
A mediados de los sesenta se apagó el debate social sobre el racismo y la discriminación racial porque hicieron silencio los dirigentes políticos, las instituciones sociales y los medios de difusión. No suscribo la opinión, un tanto esquemática, que alude al año 1962 y la Segunda Declaración de La Habana porque no creo que un discurso, ni siquiera de un líder tan respetado e influyente como Fidel Castro, tenga el poder, por sí mismo, de instaurar un silencio social.
Las opiniones de una colectividad —sobre todo cuando expresan críticas, inconformidad o frustración— son como el agua que corre tras una pared: tarde o temprano, encuentran un modo de salir a la superficie. Por ejemplo, en la primera mitad de los sesenta todavía se proyectaba en las salas de cine el documental didáctico «El Negro» (1960), de Eduardo Manet y se hicieron varias reimpresiones masivas de una nueva edición, corregida y aumentada de Los fundamentos del socialismo en Cuba (1959), un diagnóstico situacional del Partido Socialista Popular (PSP) que, con la autoría de Blas Roca, vio la luz en 1943. La nueva edición fue utilizada como texto de iniciación al marxismo en las Escuelas Básicas de Instrucción Revolucionaria (EBIR), entre 1961 y 1966. Ese libro tenía un capítulo titulado: «La discriminación de los negros» que, si bien refería situaciones del pasado, en un periodo en que todo se discutía y la gente asumía el debate como una forma de hacer revolución, debe haber provocado muchas reflexiones y comparaciones con la realidad que se pretendía transformar.
Creo que en nuestro caso se combinaron varios factores. En cierto modo, la inhibición del debate se vio favorecida por la transformación radical del sistema de relaciones sociales en Cuba, sobre todo entre 1959 y 1961, periodo en que la institucionalidad burguesa fue desmantelada y una nueva sociabilidad, mucho más democrática y horizontal, parecía prometer que el «problema del color» se iría solucionando con el tiempo.
Por tanto, hubo una práctica social que persuadió a muchas personas, entre ellas las negras y mestizas, de que la extinción del racismo ya estaba en marcha. Junto a ese optimismo que hoy juzgamos ingenuo, subsistían las predisposiciones clasistas y raciales en personas de todos los estratos y sectores, distanciadas del nuevo poder revolucionario o implicadas en sus transformaciones, pero no auto percibidas como afrodescendientes.
Eran los convencidos de que los reformistas del siglo XIX son padres fundadores de la nación, que la fuerza de Maceo radicaba en sus brazos de guerrero y que los negros fueron «llevados» a las guerras de independencia por sus antiguos amos y debían mostrarse agradecidos por la libertad obtenida, que no conquistada.
Esa narrativa burguesa y racista de la historia de Cuba ha perdido casi toda su capacidad difusora y credibilidad, pero no ha sido sustituida aún por un relato nacional en el que figuren ―sin silenciamientos ni exclusiones― todos los grupos sociales y entidades políticas que contribuyeron al nacimiento de la república; cuyos créditos, en tanto fruto de un proceso histórico, no pueden ser cancelados con una diatriba contra la Enmienda Platt y sus implicaciones, por muy merecida que sea la diatriba.
Para alguna gente ––incluida cierta zona del amplio y diverso espectro que apoyó a Fidel Castro y su proyecto liberador–– después de la reforma agraria, la reforma urbana, la nacionalización de la enseñanza, la alfabetización, la democratización del espacio público, los avances sociales de la mujer…, los negros ya teníamos bastante y no había que estar hablando tanto sobre racismo. Debíamos darnos nuestro lugar —o sea, aceptar de buena gana una posición subalterna–– y mostrar gratitud eterna, como si los cimarrones, los mambises, los miles de hombres y mujeres negras que han dado la vida por este país durante más de cuatro siglos no hubiesen existido.
Ya en los setenta, el razonar evolutivo y reformista de las interpretaciones marxistas que predominaban entonces situó al racismo y la discriminación racial en el ámbito de la «superestructura», una especie de nube para almacenar problemas subjetivos que se resolverían a tenor de los cambios en la «base económica» de la sociedad. Así, la ceguera ante el racismo realmente existente fue reforzada con argumentos presuntamente científicos.
Y mucha gente, no solo lo creyó, sino que le restó importancia a prejuicios y acciones inferiorizantes que estaban muy naturalizadas e incorporadas a la cotidianidad y la tradición oral. Sobre ese periodo de racismo innombrado e innombrable escribí en Elogio de la altea o las paradojas de la racialidad (2012),[1] utilizando como insumo informativo las experiencias vividas durante mi infancia y adolescencia. Porque los niños, ya lo sabemos, no tienen color, sino que los adultos les entrenamos para percibir colores, inferir cualidades asociadas a ellos y comportarse en consecuencia…
No se pueden negar los extraordinarios avances que después del triunfo revolucionario experimentó la gente humilde de este país, incluidos los descendientes de africanos; la manera en que cambiaron las vidas y expectativas de miles de familias negras. Pero la progresión sin autocrítica conduce al estancamiento y el estancamiento sin análisis, al enjuiciamiento ahistórico y la simulación social. Así y todo, la ausencia de debate no impidió que artistas, escritores e investigadores —cuya obra hemos reivindicado y honrado durante las últimas décadas y no menciono ahora para evitar olvidos––, siguieran planteando el problema y arriesgándose a sufrir invisibilización profesional, campañas de descrédito y coerción institucional.
¿En Cuba no existe un racismo institucional? ¿La lucha contra la discriminación racial es un tema tan relevante y urgente como se espera y quiere?
La naturaleza institucional del racismo se manifiesta en dos niveles: uno explícito y directo, legitimado por el funcionamiento de la sociedad (leyes, disposiciones, relaciones sociales, dinámicas institucionales, etcétera). Ejemplos concretos fueron la legislación Jim Crow en los Estados Unidos, el Apartheid en Sudáfrica y sistemas similares implantados por los sudafricanos en Namibia, tras la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, y por consorcios mineros que aplicaron rígidos modelos de segregación racial para maximizar la explotación de la fuerza de trabajo nativa en los antiguos territorios de Rhodesia (hoy Zambia y Zimbabwe). Un ejemplo actual es el del sionismo israelí que promueve en Gaza y Cisjordania cárceles a cielo abierto, masacra sistemáticamente a la población palestina y asesina a periodistas como si fuera lo más natural del mundo. No sé si con relación a este asunto la humanidad acusa cansancio acumulado; pero lo cierto es que Palestina y sus problemas parecen importar menos.
No deben desconocerse, sin embargo, las acciones ejercidas al amparo del poder institucional en sociedades donde hay contenciones legales, políticas y éticas al ejercicio del racismo desembozado, como es nuestro caso. Cada cierto tiempo, interpelaciones policiales de carácter selectivo y actitudes reticentes ante el libre acceso a instituciones estatales de personas con determinadas fisonomías, son enjuiciadas en las redes sociales como manifestaciones de racismo institucional.
De modo mucho más puntual, en entidades estatales cubanas se han constatado ciertas prácticas de personas y grupos que no ven con buenos ojos el ascenso jerárquico de las personas negras, o que estas conquisten lauros y méritos que ellos no han podido ganar; no importa el esfuerzo, la pasión y el compromiso que esa o ese afrodescendiente haya desplegado.
Ese poder —que no es etéreo porque decide sobre condiciones de trabajo y salario, ascensos y reconocimientos profesionales, programas de formación, viajes al exterior, becas, notoriedad social y muchas cosas más— también se puede emplear por quienes perciben la progresión social de una persona negra y talentosa como algo «fuera de lugar». Entonces, ese directivo o funcionario —que a veces no actúa solo, sino como parte de un pequeño grupo— puede usar el poder institucional que le ha sido delegado, y en solitario, o por acuerdo tácito o explícito con otros, adoptar medidas aparentemente inocuas para ponerle freno a los avances del «intruso», con mayor razón si es una mujer negra, que se percibe buena para «descargar», o para realizar labores ingratas y agobiantes; pero no para ocupar altos cargos, ni protagonizar hechos notables.
Mis investigaciones me han persuadido de que mientras más «luminoso» es un espacio institucional determinado ––aquí empleo la metáfora del intelectual brasileño Milton Santos–– y más minoritaria la presencia de personas negras con talentos o capacidades demostradas, más probable resulta la ocurrencia de acciones racistas cuya denuncia y demostración se hace difícil, ya que los actos abusivos o vejatorios se encubren con un amplio repertorio de pretextos y «razones institucionales». Cuando esas cosas suceden, y en nuestro país, lamentablemente, tales comportamientos no han sido erradicados, estamos en presencia de racismo institucional. Es así, por mucho que nos duela admitirlo.
En mis trabajos de campo he recogido varios testimonios de conflictos ––en apariencia, laborales o interpersonales–– en los que el prejuicio y la animadversión racial han sido un factor determinante. El dolor y la impotencia con que la gente narra esas experiencias puede llegar a afectarte, aunque una se esfuerce por preservar la distancia emocional que demanda el proceso de investigación.
«La lucha contra los racismos y las desigualdades se fosiliza si se la convierte en “tarea revolucionaria”»
¿Hay fórmulas o leyes que permitan lograr una equidad racial en Cuba?
Creo que se ha dado un paso importante con el reforzamiento de los preceptos de igualdad en la nueva Constitución. Además, la creación del Programa Nacional contra el Racismo y la Discriminación Racial, que dirige el presidente de la república, se propone ofrecer respuestas concretas. Espero que, con el tiempo, el programa y sus acciones se socialicen hasta que el núcleo irradiante de las transformaciones sean las personas y no los expertos, ni los directivos.
De igual forma, aspiro a que ese compromiso estatal adquiera mayor rango jurídico-legal, porque el acuerdo del Consejo de Ministros que hizo nacer el Programa no tiene la fuerza de un Decreto-Ley, o de una ley aprobada por la Asamblea Nacional del Poder Popular. Yo diría que en el orden legal pisamos aún el primer escalón.
De todas formas, las leyes y disposiciones contribuyen a crear un contexto favorecedor del cambio. Pero el cambio lo generan las personas y las instituciones. La ciudadanía auto organizada en espacios diversos: el barrio, la escuela, el centro de trabajo, el proyecto o agrupación artística. Se pueden hacer muchas cosas buenas en los espacios de convivencia, donde compartimos tiempo de estudio, trabajo, descanso o recreación. Es allí donde la actuación de la gente rinde provecho, donde necesitamos generar iniciativas que contrarresten la «cultura de la espera» tan entronizada entre nosotros.
La lucha contra los racismos y las desigualdades se fosiliza si se la convierte en «tarea revolucionaria» que incluimos en un plan de trabajo sin que la esencia del problema nos desvele. La lucha por la igualdad, por la plena dignidad de cada ser humano, solo es real si implica vocación y compromiso personal.
Avanzaríamos más rápido si los dirigentes de base de las organizaciones sociales recibieran alguna capacitación sobre este tema; si se establecieran diálogos sistemáticos y fluidos de intelectuales, artistas e investigadores con directivos de la radio y, sobre todo, la televisión. Evitaríamos parte de las acciones de «auto colonización» que sufrimos reiteradamente ––con materiales que no hay que prohibir, sino exhibirlos con el acompañamiento crítico adecuado––; así como mensajes racistas y discriminatorios que, incorporados a un «producto cultural», caricaturizan e inferiorizan a las personas negras.
Sería maravilloso que en la escuela nuestros niños no perdieran sus nombres para ser identificados como «negritos», «mulaticos» y «blanquitos». Excelente, si la Central de Trabajadores de Cuba (CTC) y sus sindicatos reclamaran la eliminación de las fotografías de los currículos, para que las comisiones constituidas por las entidades empleadoras aprueben la entrada de nuevos trabajadores sin tener información sobre los colores o la identidad de género de cada quien. Son estos unos pocos ejemplos de todo lo que se puede hacer para desracializar las relaciones sociales en Cuba.
Creo que deberíamos poner mayor empeño en construir una institucionalidad más sensibilizada, mejor capacitada y más comprometida con esta lucha, que es muy larga, difícil y que es ––ya lo he dicho otras veces–– como escalar una gran altura: mientras más te alejas del pie de la montaña, menos aire te llega a los pulmones y más lento y trabajoso se te hace el andar.
Pero sobre todo hay que construir equidad social porque el racismo no es un «estado del espíritu», un «vestigio del pasado» o una «construcción cultural», sino un recurso para el ejercicio del poder, un sistema opresivo cuyas ideologías y prácticas naturalizan y, por tanto, legitiman relaciones sociales asimétricas.
Aunque lo detectable son los adjetivos que designan a las personas y las interpretaciones que les clasifican en «superiores» e «inferiores», en última instancia lo que se racializa no son los cuerpos, sino la relación; y el color resulta ser el código, la señal que identifica cuál es la función asignada en esa relación de poder.
Entre 1959 y 1989 las condiciones de existencia y las expectativas de realización de las personas negras en Cuba mejoraron notablemente. En mi generación, decenas de miles nos convertimos en «clase media ilustrada», poseedores de un invaluable patrimonio que es la educación y la cultura. En nuestras familias, –– también lo he dicho antes–– muchos fuimos los primeros en graduarnos en la universidad, operar una cuenta bancaria y tener pasaporte para viajar. Pero atesoramos un capital de improbable «reproducción ampliada» en las condiciones de una crisis económica que ha durado más de tres décadas.
En esa clase media que sufre un empobrecimiento progresivo y ha visto disminuir de forma drástica las opciones de realización personal de sus hijos y nietos, hay muchas personas negras y mestizas que no resultan ser, siquiera, los más afectados. Entre quienes no han logrado salir del solar, dejar de mojarse cuando llueve, sustituir la madera por bloques, cocinar con gas, tener agua en la llave, o instalación hidrosanitaria dentro de la casa, los negros y mestizos suelen ser mayoría. En esas condiciones, siempre habrá quien piense: «esos negros viven así porque no se han esforzado, no han aprovechado las oportunidades ofrecidas en todos estos años». Opinión que pudiera ser cierta y, no obstante, resultar injusta en términos históricos.
La equidad racial necesita de unas condiciones de posibilidad y una estructura de oportunidades en las cuales tienen mucho peso los factores de carácter material. Pero ella necesita, sobre todo, voluntad política para que los números no tapen a la gente y el discurso generalizador, al problema específico. Como escribí cierta vez: «la Revolución siempre tiene nombres y apellidos …» Y si no los tiene, es otra cosa.
¿Se puede hablar de un neo-racismo en Cuba? ¿Ha influido en ello la pandemia por Covid-19 y la crisis generada a partir de la enfermedad?
Esa noción se está construyendo desde principios de los años ochenta. Hubo una obra muy comentada, The New Racism: Conservatives and the Ideology of the Tribe, en que su autor, el antropólogo británico Martin Barker, examina los racismos desvinculados de los tonos y colores de piel y cuestiona los discursos que enarbolan razones sociales, políticas y culturales para estigmatizar, excluir y reprimir a los considerados «inferiores». Durante más de cuarenta años, esos discursos han desplegado su abanico de descalificaciones y persecuciones, invocando la seguridad ciudadana, el control migratorio, la preservación de la moral, la expansión del islam, el crecimiento de los cinturones de pobreza alrededor de las ciudades, etcétera.
Sobre todo, los discursos en torno a la seguridad como valor social y la necesidad de conjurar la peligrosidad que entrañan los otros ––debido a sus lenguas, religiones, prácticas culturales, o comportamientos sexuales–– instauran una «razón punitiva» que varios expertos identifican como una respuesta cultural de nuestra época, perceptible en personas, grupos e instituciones, incluidos los gobiernos. Es parte de la ola de conservadurismo que avanza por el mundo y de la cual Cuba no está exenta. Pero la Covid y la crisis subsecuente no son causas de la deshumanización galopante que sufre el mundo. Ellas son apenas la contingencia y la coyuntura que nos obligaron a mirar a nuestro alrededor con mayor detenimiento.
Para nosotros, los cubanos, ha sido muy duro por todos los que murieron, casi siempre de modo inesperado y en circunstancias terribles, nunca antes vividas. Que de alguna manera soy otra persona ahora, está siendo para mí un descubrimiento paulatino, no siempre placentero. Muchos de los sobrevivientes no hemos vuelto a ser los mismos…
Vivo en el Consejo Popular Latinoamericano, un barrio del municipio Cerro, de marcada tradición obrera, numerosa población afrodescendiente y donde la gente, en general, no está muy atenta a los colores. Allí no todos pudieron «quedarse en casa» cuando era menester, por mucho que quisieran; otros, se vieron obligados, hasta hoy, a reducir su alimentación en proporciones y frecuencias; o debutaron ––con todo y sus títulos universitarios–– en el sector informal de la economía para compensar ingresos cada vez más precarios.
Si bien la vocación socialista es un rasgo del sistema sociopolítico cubano y el socialismo una aspiración enraizada en nuestra cultura política, la sociedad en que vivimos es cada vez más clasista, desigual y diversa, de modo que conserva plena capacidad de reproducción adaptativa de los prejuicios y las prácticas discriminatorias asociadas a los colores de la piel, el estatus social, las identidades de género y el origen territorial.
Admito que, colectivamente, tenemos más conciencia, más honestidad en el reconocimiento de un viejo problema, aunque no estoy segura de que los diagnósticos reflejen con suficiente nitidez la realidad. La primera limitación de nuestros diagnósticos es su ínfima visibilidad y aprehensión social. Algo difícil de comprender porque una sociedad se estudia para auto transformarse, y cambiar todo lo que debe ser cambiado, exige una movilización de voluntades y recursos en la que el factor humano determina todo lo demás.
Los efectos de tres contingencias agravantes: la pandemia, el recrudecimiento del bloqueo de los gobiernos de los Estados Unidos contra Cuba y los errores de la Tarea Ordenamiento, han hecho crecer de forma notable el número de personas ––de todas las edades y colores–– necesitadas de acciones concretas de respaldo y solidaridad.
Esa lacerante expansión de la pobreza se da en medio de incipientes manifestaciones de aporofobia (rechazo al pobre) y un discurso «anti asistencialista», como si asistir y apoyar hubiese dejado de ser una importante función del Estado moderno. Después de seis décadas de acomodaticio paternalismo estatal, ahora, como el péndulo o el limpia-parabrisas, hay quienes se van al otro extremo… Lo que hay que criticar es el asistencialismo incapacitante, el que en un barrio hace listas de los jóvenes que no estudian ni trabajan y moviliza empresas para reparar viviendas, parques, consultorios y bodegas; pero no pregunta cuántos de los operarios jubilados a los que no le alcanza la pensión pueden tomar como aprendices a esos mismos jóvenes para crear empleos y darle utilidad a un área que lleva años inactiva, sin beneficio alguno para la comunidad.
Creo que no se trata de escoger entre «repartir pescado o enseñar a la gente a pescar», sino de que el Estado se responsabilice con la protección de los más necesitados y, a la vez, forme parte de un tejido institucional capaz de estimular formas de participación social que empoderen a las personas y las comunidades, que amplíen sus oportunidades para crecer desde sí mismas.
«Nuestra sociedad está siendo escenario de complejos procesos»
¿Cree que las sanciones impuestas a la mayoría de los manifestantes negros del 11 de julio llevan consigo un trasfondo racista?
Para responder esa pregunta de forma concluyente tendría que disponer de análisis cualitativos de los atributos personales de los sentenciados ––entre ellos el color de la piel––; resúmenes de los delitos imputados y juzgados y reportes de estados de opinión que den cuenta, con suficiente detalle, de las argumentaciones ofrecidas por fiscales y abogados sobre las historias de vida de las personas implicadas.
Sé, por estimación empírica, que entre los condenados a las más largas penas las personas negras y jóvenes están sobrerrepresentadas, si se las compara con el conjunto de la población. Lamentablemente, el secretismo que tanto perjudica el funcionamiento institucional cubano también está presente en esta área. Sin estadísticas sobre ciudadanos implicados en la comisión de delitos, sentencias derivadas de la aplicación de la justicia penal, indicadores demográficos de la población privada de libertad, y resultados de las políticas de resocialización de las personas egresadas de los establecimientos penitenciarios, no sería responsable emitir criterios conclusivos sobre esta cuestión.
Lo que sí percibo son excesos que gravitan sobre los presuntos efectos educativos de las penas impuestas, así como señales de subestimación de las torceduras vitales inducidas por desventajas históricas que las políticas públicas cubanas no han logrado revertir ni compensar en la medida suficiente. Hay que evitar por todos los medios que el ejercicio continuado de esa subestimación genere sesgos de naturaleza racial.
Un primer grupo de problemas corresponde al contexto en que se juzgan las responsabilidades individuales asociadas a los hechos. En primer lugar, la reforma del Código Penal cubano no estuvo precedida ––como en la ocasión anterior, a finales de los años ochenta–– de un amplio proceso de debate con diferentes sectores de la población. Esta vez se empleó un procedimiento de consulta indirecta y despersonalizada, con acceso virtual a ciertas plataformas. Ese método, a mi modo de ver, no tuvo en cuenta el crecimiento de la cultura jurídica de la población cubana, el ambiente de debate existente en el país, el momento político vivido ni la dispar posesión de tecnología digital, asimetría que, por cierto, se expresa también en términos raciales.
La norma legal aprobada por la Asamblea Nacional del Poder Popular reforzó el carácter punitivo de la justicia penal —por ejemplo, el número de delitos castigables con la muerte y la prisión perpetua se ampliaron en 20% o más, respecto al Código de 1987—; un énfasis que no parece estar en sintonía con la manifestación histórica, reflejada en series estadísticas, de los delitos en Cuba, sobre todo, de los delitos graves.
Esa percepción compromete, por exceso, el principio de racionalidad que debe regir la justicia penal; mientras que otras, como el no reconocimiento explícito del feminicidio, lo hacen por defecto. La propuesta de incluir esa figura no se aprobó, a pesar de que en 2020 las mujeres asesinadas duplicaron la cifra del año anterior.
Las estadísticas de los ocho primeros meses de este año tornan más evidente la subestimación de la peligrosidad social de este delito: cincuenta y cinco mujeres han sido ultimadas hasta ahora, diecinueve más que el total de 2022.[2]
El nuevo Código Penal satisfizo viejos reclamos, como la eliminación del índice de peligrosidad, una percepción de amenaza social pre delictiva que naturalizó los tratamientos racializados hacia la juventud masculina y afrodescendiente. Pero existen numerosas evidencias de perfilamiento racial en la actuación de los agentes de orden público, muchos de los cuales son negros o mestizos. Esa «razón punitiva» que prejuzga a partir de la apariencia, el lenguaje verbal y corporal, el lugar de origen o el barrio en que se vive, construye significaciones degradantes sobre las personas negras de las capas populares y, querámoslo o no, otorga consistencia a opiniones socialmente compartidas. Cada cierto tiempo, chistes, caricaturas y producciones audiovisuales difundidas a través de medios oficiales ofrecen evidencias de esos procesos.
En esa perspectiva que convierte en sujetos peligrosos a personas que no denotan cualidades distintivas de «éxito social», hay un sustrato de naturaleza histórica en el que predisposiciones clasistas, raciales y culturales se combinan con prácticas institucionales autoritarias y terminan reforzándose mutuamente. Por eso es tan importante cuestionar el punitivismo,[3] no solo en el ejercicio de gobierno, sino, además, como actitud social en progreso.
Nuestra sociedad está siendo escenario de complejos procesos, entre ellos una re-estratificación que incrementa distancias sociales y reconstruye jerarquías, dotándolas de nuevos atributos simbólicos; una mezcla de disociación y crispación políticas sin precedentes cercanos en el tiempo; y la recodificación de viejos prejuicios sociales, todo lo cual tiene como telón de fondo un profundo cambio cultural. Son procesos caracterizados por la diversidad de presupuestos, actores, dinámicas y modos de expresión. Estudiarlos seriamente, dilucidar las interconexiones entre ellos, ayudaría a comprender por qué fue tan significativa la presencia de personas negras en los disruptivos escenarios del 11 de julio.
Trascender la dimensión fenomenológica de los procesos en marcha, favorecería el desplazamiento del enfoque criminológico, aún vigente, hacia una lectura más social —no solo sociológica— de acontecimientos de ese tipo.
Mi lectura en clave clasista y racial de las protestas[4] y de los efectos que causan tales disrupciones en la reproductibilidad del proyecto sociopolítico cubano ––más allá de las tres generaciones que lo han protagonizado y sostenido[5]––, intenta desentrañar una realidad que, dos años después, sigue acumulando tensiones y conflictos y relacionando a las personas negras, sobre todo sin son jóvenes de los estratos populares, con las percepciones más negativas.
Notas
[1] Zuleica Romay Guerra: Elogio de la altea o las paradojas de la racialidad, La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2012, Biblioteca Virtual CLACSO.
[2] Observatorio de Género de Alas Tensas (OGAT): «Con un nuevo crimen machista en Pinar del Río suman 55 feminicidios en lo que va de 2023», Alas Tensas, 10 de agosto de 2023.
[3] Para las ciencias sociales de hoy, el punitivismo alude a «[…] los modos contemporáneos de gobierno que impone y administra su orden a través de la producción de políticas públicas, marcos burocrático-administrativos y estructuras legales centradas tanto en prácticas institucionales de enjuiciamiento, sanción y castigo como en deseos de vigilancia preventiva y control». Véase: Nicolás Cuello y Diego del Valle Ríos: «Caminos para desarmar la crueldad», Jacobin, 24 de marzo de 2023.
[4] Zuleica Romay Guerra: Cuba: «Sincronizando narrativas sobre el 11-J», Sin Permiso, 5 de septiembre de 2021.
[5] Zuleica Romay Guerra: «Grietas en la pared: una mirada al contexto social del 11J», en: William M. LeoGrande, John M. Kirk and Philip Brenner: The road ahead: Cuba after the July 11 protests, American University, octubre de 2021.