La semana pasada mi madre se marchó creyéndome al borde del suicidio. Yo solo tenía un día malo – o sea, peor–, pero coincidió con una tremenda afluencia de vida social, y no pude –¿quise?– ser amable y fingir que todo esto de la maternidad y la lactancia es maravilloso.
Cuando un hombre te pregunta si tener un bebé es “en verdad genial”, solo sonrío fríamente y digo “No”. Cuando una mujer con edad para ser mi madre –y menos estilo, nadie tiene tanto estilo como mi madre– me mira con afecto y suelta “Debes estar muy feliz”, la cosa cambia. Tengo ganas de saltar sobre ella, golpear su cabeza contra el asfalto, arrancarle las entrañas sin dejarla morir o evadirse del dolor unas sesenta horas y decir al cabo, desde una nube de rimel y perfume Organza “Debes estar feliz”. Y eso solo empieza a describir el castigo que merecen todas y cada una de las que, a lo largo de la historia de la especie, repitieron el cuento de que tener bebés es “maravilloso” y dar el pecho es “encantador, un momento de sublime comunicación entre el bebé y tu”.
Llevo tres meses en este cuento y les aseguro que es mentira.
Hagámoslo como una lista de ventajas y desventajas. 1) Mencione cuatro cosas que dejó atrás con el nacimiento de su bebé –en realidad tengo mucho más, pero… a) mi vida sexual, b) mi independencia económica, c) mi carrera, d) tres cuartas partes de mi guardarropa –eso último es una desgracia en Cuba. 2) Mencione cuatro cosas que obtuvo con el nacimiento de su bebé: a) consejos que no necesito, b) barriga, c) insomnio, d) lesiones en las muñecas.
Lo que más me molesta es que las mujeres se horrorizan cuando ellas dicen “Debes estar muy feliz” y mi respuesta es una variación de “Auril come y crece”. Ya no me tomo el trabajo de explicarles que lo sé: mi realización no pasa por contemplar a alguien deglutir leche –a menos que sea Angelina Jolie o Michel Pfeifer–, y lo sé porque lo vivo –lactancia materna a libre demanda. No, ellas se ponen a recordar entre risas las torturas a las que les sometieron sus bebés y que a mí me esperan. “Dar el pecho con dientes es horrible”, “Empiezan a caminar y no descansas”, “Dio malas madrugadas hasta los diez meses”, “Aprenden a hablar con malas palabras”. ¿En qué clase de universo alternativo –donde el masoquismo es atributo de buenas familias– viven ellas? Al ver que no comparto su aberrada ilusión de sublimidad maternal asumen que estoy “deprimida”, o, peor, que no sé reconocer mi suerte.
Mi madre está segura de que yo no aprecio mi suerte. Para corregir eso se esfuerza en recordarme lo sola que estuvo, la falta de apoyo de su esposo infiel e inestable, de la madre machista y la deficiente infraestructura de la casa. Yo en cambio –repite con precisión que recuerda a la envidia–, tengo un marido que me lava los pañales cada mañana –no me los lava a mí, se los lava a SU HIJO–, una suegra que cocina y cuida al bebé –una suegra chiflada que quería seis hijos y se ha quedado con uno, a la que no cesa de asombrarle mi resistencia al dolor–, una casa grande y con agua corriente –donde debo defender mi espacio de un suegro metiche, machista y racista.
Mi madre viene cada viernes, hasta el sábado, y la brevedad de la visita le permite permanecer ajena a esas tensiones que me agrian el día a día. Viene a ver al bebé, asegurarse de que como bien y envidiarme a los suegros –se los regalo. Salpica sus visitas con chismes de la escuela donde trabaja. Ayuda mucho, como cuando se mete a limpiar el baño armada de lejía y un cepillo de dientes, pero exige que intermedie en su deseo de tomar café, porque es demasiada confianza pedírselo a mi suegra. ¿Quién la entiende?
La semana pasada yo estaba de mal humor y le grité que esto de ser mamá es una mierda, que llevo tres meses sin vida, mantenida, con tetas que gotean y en chancletas. Se horrorizó de mi “inconciencia y brusquedad”, repitió que tengo suerte –en versión larga– agregó que la energía positiva y los ejercicios de relajación… Mi madre puede ser muy desagradable, aún sin proponérselo.
Creo que todo se resume a que llevo tres meses sin un orgasmo, me picaron la barriga y ahora comparto la habitación con un extraño que no habla mi idioma y de quien soy totalmente responsable… también me gustaría que mis suegros me trataran como a una adulta de modo espontáneo, no porque mi lengua sarcástica restalla sobre sus cabecitas machistas y políticamente correctas unas veinte veces al día.
¿Será mucho pedir?
Texto escrito en 2009, tomado de Bitácora de Viaje.
Foto de portada: corelens.