La ciencia ficción tiene una madre y dos padres, por eso los argumentos cuir son tan fáciles con ella. La frase anterior puede ser denunciada como falacia o aplaudida como metáfora del origen. Espero que cuando termines de leer este artículo puedas usar la frase sin miedo, encontrar placer en especulaciones antipatriarcales y, de ser necesario, defender el carácter cuir de la especulación científica en cualquier ruedo. Vamos allá. 

Lo primero es que, en efecto, la ciencia ficción tiene una madre, Mary Shelley (1797-1851) y dos padres, Robert Louis Stevenson (1850-1894) y Julio Verne (1828-1905). Este trío de intelectuales del siglo XIX definió las bases de la especulación científica tal y como la entendemos, con sus eternas disyuntivas éticas (Frankenstein o el moderno Prometeo, 1818), sus ingeniosas extrapolaciones técnicas (Veinte mil leguas de viaje submarino, 1870) y experimentos de sorprendentes resultados que traen inesperadas revelaciones sobre la naturaleza humana (El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, 1886). La idea de usar la ciencia para comprender, describir y dominar la naturaleza estaba inscrita en la base de estos textos, en sintonía con el discurso positivista del siglo XIX y su idea del universo como un espacio mapeable con recursos naturales infinitos, cuya explotación permitirá el enriquecimiento de la humanidad -o al menos de la humanidad blanca, cristiana y heterosexual. Estas dos convenciones: el orden jerárquico del universo y la infinitud de los recursos naturales, pueden sorprender al público contemporáneo, pero son imprescindibles para comprender por qué las primeras historias de ciencia ficción son tragedias inevitables o aventuras de conquista violenta. 

Llegaremos a la sexualidad pronto, no te preocupes, solo establezco un lenguaje común.

Uno de los elementos comunes entre las tres novelas fundacionales que mencioné en el segundo párrafo, es que sus protagonistas chocan con la imposibilidad de lograr lo que supuestamente es derecho natural del hombre: controlar las fuerzas del universo para crear una sociedad mejor. Los destinos de Víctor Frankenstein, el Capitán Nemo y el Doctor Jekyll son trágicos porque las fuerzas naturales a las que se enfrentan —reveladas y desencadenadas a través de sus experimentos—, les superan. 

Dentro de los mismos textos se asume que el problema no es el objetivo, sino que las herramientas científicas para ejercer el control no están lo suficientemente desarrolladas. La solución es clara: para dominar la naturaleza los hombres —literalmente los varones— deben completar con voluntad y fuerza el espacio que no puede cubrir la ciencia. La ciencia ficción de fines del siglo XIX se empieza a combinar con los tropos del viaje de exploración y conquista y deviene canto a los proyectos colonialistas eurocéntricos del periodo, como Los quinientos millones de la begún (Julio Verne, 1879) o El mundo perdido (Arthur Conan Doyle, 1912). 

El progreso de la ciencia y la supremacía del capitalismo serán el medio y el fin de la mayor parte de la ciencia ficción durante el siglo XIX y el XX, hasta que "pequeños eventos" como la Revolución Rusa, el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, o el colapso de los imperios coloniales en África y Asia, obliguen a todo el mundo a repensar las ideas de supremacía blanca y crecimiento indetenible. Digo la mayor parte, porque desde el inicio hay quienes usan la ciencia ficción para, literalmente, invertir el mundo y ver qué sale de eso. 

Es el caso de La máquina del tiempo (1895) donde H. G. Wells denuncia la desigualdad social o La guerra de los mundos (1906) donde hace a Gran Bretaña víctima de una invasión colonialista. Mientras, las feministas se preguntan si los avances de la ciencia no servirán para “resolver” las “naturales” desigualdades entre los géneros. Así en Mizora: una profecía (1881), Mary E. Bradley Lane describe un planeta de mujeres con reproducción por partenogénesis, videollamadas y carne artificial. Sí, feministas y veganas. Otro ejemplo de debates sobre las relaciones entre los géneros es Develando un paralelo (1893), donde Alice Ilgenfritz Jones y Ella Robinson Merchant envían a un hombre en aeroplano a Marte. Allí, tanto en la capitalista Palaveria como en la socialista Caskia, hombres y mujeres viven en igualdad de condiciones.

Aunque la primera ola del feminismo produjo bastante ciencia ficción y utopías, esos materiales fueron ignorados por la crítica literaria y dejaron de imprimirse, por lo que su impacto en las siguientes generaciones es casi nulo. Después de la Segunda Guerra Mundial, la inconformidad con las desigualdades sociales y sexuales produjo sus propias expresiones en ficción especulativa, como el tropo de los úteros artificiales que, por fin, liberan a las mujeres de la maternidad. Así llegamos a la explosión de los sesenta, donde por fin se da el paso final y cuando alguien pregunta: ¿y por qué todo el mundo es blanco, heterosexual y cisgénero en el futuro?, no le mandan al psiquiatra, sino que le publican. 

En Babel-17 (1966), el escritor afroamericano gay Samuel R. Delany hace a una mujer negra autista protagonista de la historia. En La mano izquierda de la oscuridad (Ursula K. Le Guin, 1969), El hombre hembra (Joanna Russ, 1970), Mujer al borde del tiempo (Marge Piercy, 1976) y Houston, Houston, ¿me recibe? (James Tiptree Jr., 1976) se exploran causas —evolutivas o artificiales— para el surgimiento y desarrollo de sociedades sin género, donde las ideas de heterosexualidad, reproducción como objetivo central de la vida y violencia en las relaciones interpersonales se deconstruyen de modo radical.

En Cuba, Agustín de Rojas con Espiral (1982), Chely Lima con Espacio abierto (1983), Alberto Serret con Un día de otro planeta (1987) y Daína Chaviano con Fábulas de una abuela extraterrestre (1988) también especulan sobre la familia, la organización social y las relaciones de género desde la perspectiva del "Tercer Mundo". Los aspectos tecnológicos parecen superados ahora, pero el valor ético de sus especulaciones permanece intacto, porque el patriarcado y la heterosexualidad compulsiva siguen aquí.

Tras la caída del Muro de Berlín y el fin del “Socialismo Real” en 1989, hubo un cambio de perspectiva radical. Durante la década final del siglo XX, el avance del capitalismo neoliberal a escala planetaria y la popularización de las computadoras llevaron a la ciencia ficción a proponer métodos de resistencia y cambio social en un escenario donde la idea de identidades fijas o ancladas a parámetros biológicos pierde sentido: el ciberespacio. Matrix (1999) es una  atrevida metáfora trans en formato cyberpunk que las hermanas Lana y Lilly Wachowski colaron en los escenarios hegemónicos de Hollywood. Es uno de los productos más sofisticados y populares de su momento, pero no el único. 

En 1993 Eleanor Arnanson publicó Círculo de espadas, donde la humanidad ve frenada su expansión espacial por la cultura hwarhath. Es ciencia ficción antropológica claramente influida por La mano izquierda de la oscuridad, pero con otra vuelta de tuerca: Arnason propone una civilización homonormativa, que entiende la heterosexualidad como tabú último -y por tanto, duda de la racionalidad de la especie humana. 

En lo que va del siglo XXI, la idea de “diversidad” fue incorporada a los espacios intelectuales liberales: catálogos literarios y audiovisuales de ficción especulativa incluyen voces cuir de modo paulatino, esto no es espontáneo. La autoorganización de grupos feministas, afrodescendientes, indígenas, migrantes, LGBT, físico y neurodivergentes dentro del gremio de la ciencia ficción y la fantasía permitió el encuentro, el apoyo mutuo, la gestión de espacios de publicación y promoción. Pioneras en ese empeño fueron las organizadoras de WisCon, la Convención de Ciencia Ficción de Wisconsin fundada en 1977 con foco en el feminismo y la justicia social. 

En lengua castellana, Sara Antuña, Ana Díaz Eiriz, Cristina Jurado, Leticia Lara, Cristina Macía, Iria G. Parente y Selene Pascual y Lola Robles, por citar a algunas, trabajan por dar visibilidad al pasado y presente de autoras de ficción especulativa de América Latina y España. Así surge en 2014 la serie de antologías Alucinadas, que ya va por su cuarta edición.

Los podcasts se convierten en otra punta de lanza en esta lucha por la visibilidad: Las Escritoras de Urras es un proyecto transmedia de la cubana Maielis González y la española Sofía Baker que busca hacer accesibles las obras de autoras de ciencia ficción, fantasía y horror en castellano o inglés. Las Escritoras de Urras —incluye un podcast y un blog— es una iniciativa colaborativa que apela a campañas de micromecenazgo para su financiación. El capitulo número 72 es el más reciente y el proyecto ha promocionado la obra de escritores —cis, tras y no binaries— de varios países, entre ellos Argentina, Bolivia, México, Brasil, India, Nigeria, Reino Unido, Cuba, Chile y Estados Unidos de América.

Sofía Baker y Maielis González, creadoras de Las Escritoras de Urras.

En fin, que la ciencia ficción es cuir porque se trata de cómo podrían ser las cosas, del modo en que tecnologías e ideas limitan o liberan nuestras vidas. Lo era en las utopías feministas del siglo XIX, lo es en las denuncias ciberpunks de Nalo Hopkinson. La buena ciencia ficción no contempla el mundo, sino que te pregunta qué harás cuando esté en tu mano salvar algo, tecnología mediante. Vamos allá.

Portada: Chelsy Escalona Suárez. Tomado de Las Escritoras de Urras.