Quiero proponerles un pequeño ejercicio de imaginación, una especie de asociación libre. El propósito de ese ejercicio es, con suerte, salir de algunas certezas acerca de la violencia de género. O, por lo menos, compartir una visión feminista acerca de este asunto que se sume a otras posibilidades analíticas. No son pocas las mujeres que aseguran que no han sufrido violencias de género. Este no es un texto que busca convencerlas. Se trata, sobre todo, de expandir nuestros horizontes acerca de un tema crucial que afecta a muchas de nosotras. 

Por más simple que parezca, les quiero preguntar: 

  1. ¿Qué imágenes, símbolos, representaciones vienen a su mente cuando se dice la palabra mujer? ¿Qué es una mujer?
  2. ¿Consigue tener una representación mensurable, exacta de lo que es una mujer?

Si consiguió pasar por esas dos etapas, le propongo una tercera que es repensar su propia representación e interpelarle (tal vez hasta incomodarle) con algunas preguntas: 

¿Qué mujeres entran en su representación de “lo femenino”? ¿Cuántas caben ahí? 

* ¿Acaso aquellas que son tildadas de marimachas llegaron siquiera por un instante a habitar su representación de feminidad? Pensemos en el ser mujer como una habitación, para pensar ¿a quiénes, a cuántas y a cuáles nuestra imaginación les permite entrar a esa habitación? 

** Si, por casualidad, los símbolos que articularon su representación de “lo femenino” son signos corporales como: tener útero, vagina y senos, permítame preguntarle: la mujer que se haga una histerectomía o a quien le hayan amputado los senos por motivos asociados al cáncer, ¿es menos mujer? Entonces, podemos concordar que ningún atributo corporal nos torna mujeres.

*** Si su representación se guía por aquellas mujeres que inspiran, las más de las veces, la caballerosidad y el galanteo romántico de los varones, definitivamente ahí no están ni las mujeres negras, ni las “marimachas”, ni la travesti, ni las gordas, ni muchas otras. Por solo citar un ejemplo, a las mujeres negras nos asumen como “fuertes” (una asunción que si no nos deshumaniza entonces nos objetifica o nos torna un fetiche), así que difícilmente inspiremos la caballerosidad (selectivamente racista y machista) de las narrativas románticas. 

Pudiera seguir con otras preguntas y provocaciones. Espero, con suerte, que las interpelaciones que aquí coloqué, inspiren otras. Al final, no existe absolutamente nada que nos torne mujer, excepto un discurso de poder que cristaliza, en una imagen, una cierta idea de lo que es ser mujer. Dicho discurso se torna excluyente de una infinidad de posibilidades de vivir, experimentar ese ser mujer. El punto que quiero resaltar es que precisamos observar críticamente nuestra propia definición de lo que entendemos por mujer cuando colocamos el tema de la violencia de género en la agenda política. 

Hablar de mujer, de género, de violencia de género, discriminaciones de género no siempre se inscribe dentro de una perspectiva feminista. Cuando el concepto de género ganó las arenas feministas —a finales de los años ´701 con el super citado texto de la antropóloga Gayle Rubin Tráfico de mujeres, notas para una economía política del sexo, —trajo consigo un importante desafío: el rechazo radical a cualquier biologización de nuestra condición de hombres y mujeres. Absolutamente nada de lo que hacemos o expresamos en tanto hombres o mujeres proviene de la naturaleza. No existe ninguna fundación de la feminidad o la masculinidad en la biología o en algún tipo de “esencia interior”. Es más, la naturaleza no simboliza nada, sino que ese ejercicio solo es posible en el seno de una cultura. El género entra precisamente dentro de las producciones simbólicas de las diferentes culturas. La definición de mujer, como parte de ese sistema de género, es forjada en ese entramado cultural, simbólico.

Este breve preámbulo es un insumo necesario —aunque no suficiente, es preciso profundizar en todo lo que el feminismo ha producido acerca del género— para adentrarme en la tarea de analizar la violencia de género desde una perspectiva feminista, por el potencial crítico que ofrece el feminismo para tratar de estas cuestiones.

No son pocas las veces que “ser mujer” es asociado al tema de los cromosomas. Una visión supuestamente “objetiva” y “neutra” que definiría a las mujeres a partir de tener cromosomas XX. Esa definición es en sí misma violenta hacia un grupo específico de mujeres que no se entienden dentro de la lógica compulsoria: sexo/género/deseo; lógica que designa a la matriz heterosexual descrita por Judith Butler en el capítulo 1 de su libro El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad.

Esta definición que apela a los cromosomas o a cualquier otra dimensión de la biología para refrendar una idea de la feminidad, tampoco es sustentable para comprender la cisgeneridad. La feminidad de las mujeres cisgénero, si es que eso existe más allá de un imaginario social, no deriva de la biología. Por el contrario, esta última es usada para otorgarle un estatus de verdad a esa construcción social del género.

Cuando el género es asociado a los cromosomas XX se está produciendo una violencia simbólica cisnormativa contra aquellos cuerpos e identidades de género que no se definen dentro de esa matriz cis-heterosexual. Esta es una lógica cisnormativa que se funda en la idea de mujer como “verdad biológica”. Una de las preguntas que coloqué al inicio tenía como propósito hacernos pensar si, de hecho, alguna dimensión de la biología es la que nos torna mujeres. 

Precisamente los estudios feministas, en especial aquellos de cuño post-estructuralista, decoloniales y queer vienen operando con otras nociones de género que lo desnaturalizan, lo desontologizan —no existe ninguna esencia femenina o masculina dada en los cromosomas, genitales, ni siquiera en una interioridad psíquica— y subrayan la urgencia de comprenderlo interseccionalmente, a partir del entrecruzamiento o del modo en que “ser mujer” es condicionado por otras matrices sociales como la identidad racial, la clase, la edad, las capacidades, la religión, etc. Bajo estos presupuestos no existen “el hombre” ni “la mujer” como realidades universales. No existe un género determinado por ninguna instancia biológica.

Género no es algo que se posea, que exista previamente o anterior a la entrada de un cuerpo a la cultura. 

A partir de aquí, ¿cómo entender y atender a la violencia de género? Una cuestión crucial sería comprender que se trata de violencias que se ejercen contra cuerpos y existencias plurales, diversas, históricamente marginalizadas que transgreden, de múltiples maneras, las normas de género: agéneros, lesbianas, bisexuales, trans, travestis, asexuales, no conformes al género y también mujeres heterosexuales y cisgénero, obviamente.

Aun cuando mujeres heterosexuales y cisgéneros ocupan posiciones de privilegio respecto a otras que se posicionan dentro de las disidencias sexuales y de género, es preciso reconocer que “ser mujer” es estar situada en ese espacio de lo Otro —como apuntó Simone de Beauvoir en su clásico El segundo sexo—, en relación con la posición hegemónica y androcéntrica que históricamente han ocupado los hombres (cisgénero, heterosexuales, blancos y de clase media, principalmente). 

Ser mujer dentro de un sistema cis-hetero-patriarcal es estar situada en un terreno de vulnerabilidad y violencia potencial. No es necesario transgredir ninguna norma. La propia constitución de la feminidad dentro de este sistema de género es el combustible para ser objeto de disímiles machismos. El asedio es uno de ellos, las cifras de feminicidios en “nombre del amor” son otro ejemplo. Pudiera citar muchos más. 

No es posible hablar hoy de violencias de género sin considerar todas estas matrices de desigualdad que potencializan las discriminaciones en mayor o menor medida. Ello equivaldría a negar formas de discriminación específicas como la transfobia, la lesbofobia, la bifobia, etc. Al final, se trata de violencias que se producen en nombre de un sistema de género: sexista, cisheteronormativo, lesbofóbico, bifóbico, transfóbico y por ahí vamos. 


1 Algunas historiografías destacan el trabajo de Kate Millet en 1969 como la primera formulación feminista de un concepto de género, otros apuntan que fue con Gayle Rubin. En todo este debate lo más importante no es el origen de un concepto sino sus efectos. Vale decir que varios trabajos anteriores al de Gayle Rubin, crearon las bases para una formulación feminista del concepto de género. Tal es el caso de la obra de la filósofa Simone de Beavoiur El segundo sexo, lanzada en 1949, o si se quiere antes el trabajo de la antropóloga Margaret Mead.

Foto: Jennifer Enujiugha

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Written by

Yarlenis Mestre Malfrán

Académica. Licenciada en Psicología Universidad de Oriente, Santiago de Cuba, 1999. Máster en Intervención Comunitaria, Centro Nacional de Educación Sexual, La Habana, 2004. Doctora en Estudios Interdisciplinares en Ciencias Humanas, Universidad Federal de Santa Catarina, Florianópolis, Brasil, 2021.