Mi gran salida de ese escaparate, como le llama Lemebel, fue en el servicio militar. El último día de la previa, 45 días de entrenamiento antes del periodo de un año como soldado, le dije al coronel que era “gay” y, por tanto, no podía convivir con el resto de los varones. Me hizo recoger mis pertenencias y estuve durmiendo alrededor de una semana en la enfermería, hasta tanto se decidiera qué hacer conmigo.

Vista la homofobia en la distancia, me parece interesante el proceso que sufrí de “aislamiento y reclusión en una institución hospitalaria”, cuyo efecto era controlar la sexualidad disidente. Sabía perfectamente que no me suspenderían. Fue la época en que algún joven lumbrera propuso en el congreso de la UJC que todos los jóvenes deberían pasar el servicio militar sin distinción.

Fue el momento en que comprendí que la heteronormatividad nunca iba a hacer concesiones con el diferente porque a lo único que se debe es a sí misma. Ahí estuve como el raro que todos los miércoles se inventaba una enfermedad para ir al hospital militar y fugarme a mi casa porque el jefe de la unidad decidió por el ritmo de sus timbales que no merecía el día de pase.

Comprendí además que aunque te dijeran que debías ser “discreto”, que a “nadie le importa lo que haces en la cama”, la realidad es que te pasas todo el tiempo explicando lo que haces en el sexo, porque para las personas heterosexuales buena parte de la sexualidad se reduce a los genitales y el coito y si es con penetración peneana, mejor. De ahí que las experiencias homoeróticas despierten curiosidad.

Lo cierto es que me salvó la lectura y la participación en un concurso de historia, en el que gané algún lugar y nos dieron un recorrido por otras unidades. Cuando regresé, el mayor me estimaba diferente pero con igual homofobia. Solo que ahora no era un desconocido con quien podía seguir abusando de su autoridad. Él, que antes hizo un mitin de repudio delante de los padres de mis compañeros; padres que conocía de toda la vida y no daban crédito a lo que decía.

Un año duró aquello. Entró un Ulises timorato y salió un maricón.

Foto: Joshua Mcknight